La gente por la calle te pedía a gritos, yo me desconcertaba dando vueltas, la gente te pedía, te pedía, no paraban porque no podían parar, porque no querían parar ni entender, quizá no había nada que entender, por eso ellos pedían, a ti, como una salvación andante. “Otra, otra”. “Pero”, decía yo en mi ignorancia, “si tú eres tú y no otra, qué piden”, “qué van a pedir”, decías con tu sonrisa, “me piden, me piden a gritos, no los oyes, ahí fuera, como insectos de esta tarde de agosto, de tormenta, como insectos con sus molestas alas transparentes de plexiglás de balón de playa de marca de refresco”. Revolotean en sus sueños, en eso que ellos creen real, en eso que ellos viven real, realmente saben lo que viven, y somos tú y yo los que vivimos mintiendo, mintiéndonos, jugamos con las palabras sin mirarnos a la cara ni a las cartas que hemos dejado de escribir hace varios años luz, luz de flexo a la una y treinta y dos, eso éramos, en una habitación pequeña para dos y grande para mí. “No los oyes”, repetí autómata, “sal, anda, te piden aún.”
Yo no entendía las voces de fuera, sólo entendía mi ventana del balcón temblando, como cuando se paraba un trailer en el semáforo de enfrente, los domingos por la tarde con telefilmes en la cadena pública que no menciono por no hacer publicidad, entendía ahí abajo el rumor. “Otra, otra”. Me desconcertaba tanto el hecho de que fueran ellos y no el silencio los que poblaban el empedrado como siempre lo fue hasta que llegaste, hasta que te nombré por primera vez, hasta que me perdí y nos encontramos, qué voy a saber yo de esto, qué voy a saber de nada, no me ves, mírame aquí, sentado en la cama con mis ojos de estudiante de tercero de primaria, con mi pelusa en los pómulos, sal, ellos te piden, piden a otra, otra más, y para mí esto ya ha valido, no soy tan egoísta como para quedarme sentado, esta colcha no podrá mucho rato más con los dos.
Entonces me miraste, me miraste porque lo recuerdo, y lo recuerdo porque me miraste, así, con viceversa y redundancia; no me me miraste con viceversa y redundancia, sólo me miraste de la misma forma que supongo mirabas a tus libros del bachillerato que dejaste a la mitad, aunque a mí no me dejaras a la mitad ni tampoco me repitieras, te fuiste con las voces de la calle, porque, claro, te pedían, te pedían a gritos, y yo callaba con la misma náusea que Sartre, si hablaba te iba a vomitar todo, te mancharía esa cara blanca y rectilínea y ya dejarías de mirarme igual que a tus libros de bachillerato para empezar a mirarme como a los seguratas que te escupían en bares de mala muerte, te fuiste con las voces de la calle y me quedé solo, yo solo estoy ahora, yo sólo estoy ahora contándole a estos señores lo que ocurrió la vez aquella que te pedían a gritos desde la calle, pedían otra, otra, y te bajaste, otra más.
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