Henri Pinault entró en el Café Kléber, del número 3 de la Place du Trocadéro a las 5.32, como cada viernes impar. El camarero peruano con una eterna sonrisa y un delicado acento sudamericano al pronunciar las eses y las erres francesas le sirve un Diavolo Mint de un color tóxicamente atractivo, dulce, viscoso, empalagoso. Luego le pondrá una Perrier.
Henri Pinault se sienta en la mesa de la entrada de los lavabos, con vistas a la terraza, y comienza a deconstruirse dejando de lado una muleta azul que le sirve para distinguirse del resto, mendigos que sólo pueden depender de la Seguridad Social y sus metalizadas muletas con tacos de goma negra gastados, muy gastados por el pavès. Se deconstruye desencajando su pierna izquierda, delicada prótesis de titanio y alguna curiosa mezcla de plásticos que comienzan con el prefijo poli.
Henri Pinault piensa en el coche de la Gendarmerie que le atropelló en 1968. Camino de la Sorbona. Henri estudiaba Arquitectura con la esperanza de desbancar a Frank Lloyd Wright de los libros de historia. Era marzo, no mayo, de modo que nadie habló ni le dio palmadas en la espalda por su resistencia a la opresión, por perder una pierna, por una posible gangrena de Fournier, por varios meses en la cama. Henri Pinaul bebe despacio el Diavolo Mint, le cuenta a cualquiera su historia, lleva americana con coderas.
Henri Pinault después se quita la americana y saca de su eje el brazo derecho. Pinault pintaba en el Hôpital en una Moleskine con carboncillo. La primera semana que llevó muletas le costó. Luego empezó a manejarse, volvió a sentirse un hombre, cogió confianza. La misma confianza que le hizo entrar en aquel metro en la parada Réaumur-Sébastopol una tarde de octubre de 1974 cuando las puertas ya se cerraban, y nadie gritó por él. Ya no quedan manchas en los azulejos de la estación. Y nadie gritó por él.
Henri Pinault, cuando ha leído durante el tiempo suficiente L'Équipe. Perdón. Cuando Henri ha fingido durante un tiempo suficiente que le importan los diarios deportivos como para leerlos, se saca el ojo de cristal, que nunca recuerdo si es el derecho o el izquierdo, porque suele llevar gafas, y no le miro nunca a los ojos, me da miedo. Henri se saca el ojo de cristal, y lo pone encima de la mesa, mientras con el sano lo observa, se regodea en los detalles, contempla la esfera. 19 de abril de 1985, escaleras del centro Pompidou, monsieur Pinault leía el folleto de la exposición "La collection d'art vidéo" que cerraba sus puertas a la mañana siguiente cuando se encontró con un alambre en la cara perteneciente a la muestra permanente del hall. Ni siquiera salió en el catálogo.
Henri Pinault toquetea despacio el brazo, la pierna, el ojo, todos esos artificios de los que la naturaleza le dotó con una pareja, se apura el Diavolo Mint, se reconstruye parcialmente y se pregunta el porqué, de forma metafísica, el porqué de que esa misma naturaleza le diera sólo un pene y sin embargo tantos dientes a la cremallera de aquellos pantalones tejanos.
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