miércoles, 23 de junio de 2010

Sáhara

En el año 2010 después de Ford se plantaron las semillas del desierto de Sáhara, pero llegaron todos los soluvios universales juntos que las regaron de arena boreal, y entonces los trónculos poco reverdidos ardieron. Dióxido de carbono y partículas sólidas cercaron la estratosfera y ofrecieron las sombras que hubieran necesitado para crecer las semillas, que ahora sin embargo ya no las necesitaban, siendo el desierto ceniza alfombrada sin restos de colillas por ninguna parte. Perdieron las palabras compuestas su fuerza ante las piedras y la ausencia de los bereberes alfombrados hasta la cabeza, que huyeron a paralelos más norteños debido al fracaso de su replantación, decididos a usar por los siglos sólo neologismos. Ahí aprendieron que nunca más dirían replantación, sino que ahora hierbarían la tierra amarilla.

El dolor es algo comprensible. Es un síntoma de que estás vivo. Si nos cortásemos un dedo y no nos doliese, es probable que muriésemos desangrados, porque no nos daríamos cuenta del daño. El dolor es algo comprensible. El dolor es algo necesario. A los bereberes siempre les molestaron las precipitaciones que ajuniaban las piedras, porque de todos es sabido el abismo temperamental entre la tarde flameante y la noche gelada de los desiertos. Las gotas de pluvia se colgaban en las grietas pedestres y a la madrugada de hielo las partían en grava. Ahí aprendieron los bereberes que eso era dolor: resquebrajarse desde dentro. Con el fin de evitarlo habían querido plantificar el suelo.

Enviaron emisarios a camello en las cinco direcciones de la brújula. Regresaron varias lunas después los viajeros del pentateuco mapal con baratijas y cachivaches de feria aparte de los susodichos embriones plantares. Rosas de Alejandría. Tulipanes negros y Flores de la Alegría de Ámsterdam. Claveles rojos lisboetas. Orquídeas en París. La belleza de las alforjas florales le daba color al crepúsculo suprasahariano, pero eran vanas todas aquellas florituras, pues no tardaron en descubrir que nunca sobresaldrían más de un palmo abierto sobre la arena. Y eso significa infinita falta de sombra para toda forma de vida bípeda superior a las cuatro pulgadas y dos índices. Ahí aprendieron los bereberes el significado del emisaricidio, y la completa inutilidad de lo bello, que nunca impediría con su color que se gravillaran los granitos y las calizas, siempre sería pura vanitud.

Huyeron al Septentrión semanas antes del primer soluvio. Habían encontrado legajos apergaminados pero papelíficos donde se revelaban todas las verdades, entre ellas la del fin de su mundo. Legajos que ya por vicio releían, pues los conocieron siempre como se debe conocer la propia certeza inexacta de la existencia, determinada real por el simple facto de tener final. Los releían y sabían que habrían de hundir con fardeles las jorobas de sus camellos para escaparse, pero se quedaban sentados en sus jaimas alimentándose de los engrudos sopiformes y restos hervidos de tés de sabores. Así lamentaban lo que quizá ya no tenían y aún así se negaban a perder, pues, ¿qué tenían? ¿tierras resecas? ¿semillas de colores que no se alzarían más allá de un palmo? Los bereberes esperaban nubes de convección para chubascos tropicales, y se sorpresaron con el estío. Pues, ¿qué tenían? Tenían la esperanza; tuvieron que desmontar sus campamentos. Ahí aprendieron lo sutiles que son los ríos que circulan despacio pero inexorables: siempre cambian aunque no mires. Siempre arrastran.

Ardieron sus túnicas de linaje en el camino bajo el astro rey. Ellos cancuminaban hacia el Atlas, ardieron sus cuadrúpedos de carga, y dejaron todo desperdigado aunque no monticulado sino alineado siguiendo pasos que los alejaban de Sáhara. Así por las noches afuegaban la senda de la diáspora las hogueras de sus ruinas y las alhajas, los tesauros perdidos. Si hubieran tenido fotogramas instantáneos, habrían ardido. Si hubieran tenido flexos con mesillas noctículas, habrían ardido. Si hubieran tenido barriles Brent de crudo, habrían estallado. Curiosa la paradoja de quien pierde lo que no tuvo. Ardía sin humo blanco, pero hollando de negro el camino que pisaban descalzos. Sin embargo ellos no ardieron. Ellos se sentaron pernicruzados a observar hacia atrás la luz de lo que fueron. A observar una luz que se apagaba en la noche y que dictámbula no destacaba de no ser por el humo que se intrincaba en los ojos.

Ahora el desierto era por fin el desierto. Arena que recuerda con manchas negras lo que ha ardido encima. Manchas negras que la lluvia de todos los soluvios universales que han de venir borrará como borran las dunas las carreteras de los mapas antediluvianos dibujados por multinacionales cibernéticas que no saben cómo avanzan. Las dunas entre la vida, entre los podermientos y los nopodermientos, sobre todo estos últimos. Sobre todo el daño de los nopodermientos que nos han doblado la espalda, que nos han nublado los ojos, que han quemado lo que somos y lo que fuimos y lo que habremos de ver que no ha llegado aún.

Nosotros que ya no somos ni seremos nosotros, desnudos sobre la arena, con las plantas de los pies echando por fin raíces, nos daremos cuenta de que en verdad somos los árboles que tenemos que crecer, que todo lo que hicimos fue vano, ¿lo fue ciertamente?, ¿lo fue?, y cada beso era para convertirnos en la sombra que va a regar este desierto más allá de nuestra Era, y entonces quizá sí que nos hayamos salvado,salvando desnudos a los bereberes y a las rosas de Alejandría, pero nosotros nunca nos habremos salvado.


lunes, 21 de junio de 2010

Así que adiós



y así me da la mañana y la tarde y la noche entera
y a la mierda, primavera.

viernes, 18 de junio de 2010

autobombo

Los coleguitas de z@cuteando han publicado un texto que les envié!

¡¡Glorias y alabanzas al señor!!
Al Señor Maese, en concreto =)

jueves, 17 de junio de 2010

Cardiología

Perdón por el silencio bloggero. Volveré pronto, espero para comentar el terrible país en que vivimos, la terrible selección que lleva todas las de lossear en el Mundial con la culpa de Sara Carbonero, incluso el tiempo. Por ahora estoy en la biblioteca ocupado con consejos de cardiología que no da una madre. Un saludo. ¡Aprended cosas interesantes!


"Los estudios experimentales han demostrado que la reperfusión miocárdica después de periodos breves de isquemia se acompaña de una depresión de la contractilidad, la cual se recupera gradualmente en horas, e incluso días. Este fenómeno, denominado miocardio aturdido o contundido, es debido a la interacción sinérgica de tres mecanismos: liberación de radicales libres de oxígeno, la sobrecarga de calcio y la desensebilización de los filamentos al calcio liberado del retículo sarcoplásmico."



domingo, 13 de junio de 2010

Enamorado de la moda juvenil


Soy el último producto de los 80, soy parte de la piel de Naranjito, que verano tras verano se ha ido agostando y desinflando en mi piscina. El teclista de Radio Futura en el videoclip Enamorado de la moda juvenil va más puesto que un ciclista. A día de hoy, cuando llueve en junio, seguro que con esas hombreras nada te importa demasiado, ¿fue esa la verdadera revolución? ¿americanas con bambas? ¿gafas de pasta? Entonces, ¿nunca nos hemos ido o es que hemos vuelto ahora? A los hijos del Opus Dei, bien-ve-ni-dos está gritando Miguel Ríos cuando ve los anuncios del Grupo Rumasa en televisión. Rumasa son la respuesta: ellos nunca se fueron. Que te pego, leche. En cambio, Miguel Ríos se sobrepuso a las hombreras, por eso ahora hay gente que homenajea a Miguel Ríos. Aunque también hay gente que homenajea a Radio Futura. Creo que son Fito y Melendi, compitiendo a ver quién de los dos dice más veces en menos tiempo la palabra luna o corazón. Ellos no son los 80, pero son para los hijos de los 80. ¿Qué será de nuestros hijos, aún no concebidos, o peor aún, concebidos en polvos con música de Melendi y Fito? ¿Cómo podremos decirles que crean en algo si nunca hemos podido dar de lado a Rumasa? Nuestros hijos postradiactivos fruto de las conexiones wi-fi y bluetooth nacerán con hombreras incorporadas, y veremos cómo vuelven a llevar pitillos y Converse All-Star a los 20 años creyendo como nosotros creímos ser únicos, mientras ya nos arrugaremos a pesar de todos nuestros esfuerzos. Y lo único que podremos responder a sus burlonas miradas de juventud y descaro es A que te pego, leche.

miércoles, 9 de junio de 2010

El Mar de la Tranquilidad

La primera vez que Gualberto Yáñez vio el mar fue cuando se escurrió entre los brazos de su padre, que lo elevaba al tiempo que el barco entraba en la bahía de Cádiz. El niño cayó al agua y allí creció hasta los 18 años, cuando el banco de atunes que lo había adoptado, criado y alimentado fue preso en una almadraba a la altura de Barbate.

Allí fue donde Gualberto Yáñez vio por primera vez la sangre. Entendió que los cerrojos sabían a sangre, que las lentejas sabían a sangre, y los Pilot rojo huelen a tinta. Un marinero de Lepe sacó al chaval, que por aquel entonces ya empezaba a tocarse, de entre las redes semiinconsciente. Lo alimentó con aceite de hígado de bacalao, que es la única bebida no alcohólica permitida por el Código de Navegación de 1853, el mismo donde se derogaba definitivamente el decreto por el que a los marineros del sur del Trópico de Cáncer no se les permitía contraer matrimonio con sirenas.

La ingesta excesiva de aceite de hígado de bacalao entre los 18 y los 21 fue la responsable de la poblada barba pelirroja que que Gualberto desarrolló. Aquella barba fue motivo de disputa en unas cuantas tabernas del África Occidental, donde rudos negros caboverdianos se pelearon con el muchacho dudando de la legitimidad de su vello facial, saliendo derrotados, pues Gualberto Yáñez había aprendido de los atuneros de Barbate los rudimentos de la lucha jiu-jitsu. Es merecido mencionar que la rubicunda barba de Gualberto también fue un reclamo sexual de alta eficacia para sus compañeros de navío, para los taberneros de Guinea y para las sirenas.

Fue precisamente de una sirena de la que se enamoró Gualberto Yáñez, y en virtud al Código Naval de 1853 se casaron en una playa de Bora Bora. La soleada tarde de Abril, en el otoño meridional, llenaba de felicidad al marinero, que comenzaba a descubrir las virtudes y defectos de la heterosexualidad, pues él antes sólo había visto el mar. Sin embargo, la felicidad sólo duró hasta esa misma noche, la noche de bodas, en la que Gualberto descubrió por qué esa clase de matrimonios estaban clásicamente vetados, por qué los marineros de van de putas cuando llegan a tierra. Haciendo preces y acordándose de la ascendencia del irónico legislador de 1853, huyó sin descendencia de los brazos de la sirena, a la que dejó llorando y sin un canto en los dientes.

Decidió Gualberto el resto de su vida dedicarse a la caza de ballenas. Con su arpón. Así llegó a las tierras japonesas, donde conoció el sake. Fue el sake o la sirena que nunca estuvo embarazada, o ambos a la vez, los que llenaron de canas su miticérrima barba. Enriquecido por la venta de carne de ballena, Gualberto, decidió con 75 años que había llegado el momento de conocer la tierra firme. Por establecer un orden lógico a su periplo, comenzó por el Polo Norte.

Allí constató con gran sorpresa que el Polo Norte no era tierra firme, sino agua sólida, y desesperanzado ante un comienzo tan descorazonador, pensó que peor aún sería el resto de la Tierra, y que ya no le quedaba suficiente vida ni disgustos para seguir viajando, así que construyó un esquife volador con todo lo que aprendió de un chamán de Bissau, que le regaló conchas de colores.

Gualberto Yáñez lloró por primera vez la noche antes de morir. Lloró cuando probó de nuevo el aceite de hígado de bacalao, y pensó en su padre, al que nunca más vio, al que cambió por el océano. Probó una lágrima, y viendo que era salada, se pensó parte del mar. Bajo la luz de la luna llena atracó el esquife en una cala de Murcia, ascendió por la ribera de la playa, y mirando la luna mientras lloraba otro poco, se convirtió en un castillo de arena sin llegar a saber, él, que nunca estuvo en la luna, que de arena puede ser también el Mar de la Tranquilidad

martes, 8 de junio de 2010

El amor en los tiempos de la Tuberculosis

Las arterias coronarias se alimentan por el efecto Venturi. Este efecto consiste en que un fluido en movimiento dentro de un tubo cerrado, como es el aparato circulatorio, disminuye su presión al aumentar la velocidad cuando entra en una zona de menor diámetro. Esto ocurre tras la sístole, cuando en los senos de Valsalva se queda acumulada sangre, que por gradiente de presión penetra en el sistema coronario, por aspiración de este sistema.

Teniendo en cuenta que las coronarias son las encargadas de irrigar el corazón, a efectos prácticos significa que el corazón se alimenta a base de los restos de sangre que no va al resto del cuerpo, y de una bomba de vacío. Restos. Vacío. Y nosotros buscando todos los días algo nuevo con lo que llenarlo.

Si todos viviéramos mil años, acabaríamos muertos por infección secundaria de tuberculosis. Lo mismo sucede con el amor eterno. Si todos viviéramos mil años, terminaríamos de una u otra manera con nuestro amor eterno. A mis 21 años ya he acabado 4 veces con mi amor eterno de modo y manera que a los mil la cuenta ascendería hasta algo más de doscientas entradas y salidas relacionales.

Probablemente esos doscientos acontecimientos irían lentamente medrando la capacidad aspirativa de mi sistema coronario, de modo que allá a los 500 años la tuberculosis y las cardiopatías isquémicas irían compitiendo lentamente por terminar conmigo, con cavernas pulmonares y pañuelos manchados de toses rojas a la par que increíblemente románticas, decimonónicas, o arritmias y síncopes perfectamente estructurados como si los cantase Ella Fitzgerald y el arreglista fuera Glenn Miller, retornado de entre las sombras de una puñalada trapera en un burdel alemán en 1944.

Luego, a los 750 años la jubilación en la Costa Azul, en cualquier balneario para curar las lesiones, les explicaré a Glenn Miller y Ella Fitzgerald el por qué de que las canciones de jazz son todo un asesinato, el por qué de los descensos inmunitarios y los ataques de tuberculosis, el por qué de los vacíos que nos dan la vida aunque nosotros, sin saber bien el por qué de cada día.

A veces no hay un por qué. A veces hay un desarrollo matemático de 7 páginas y mil años de tuberculosis.

sábado, 5 de junio de 2010

Il Dottore y yo


Le debo mucho a mi hermano. Pero sobre todo dos cosas. La primera es que él me enseñó a conducir en nuestro ordenador. Era un Pentium 486 en el que jugaba al Indycar. Él pilotaba como los ángeles. Era un jodido diablo. Jugaba con cambio manual, algo que se escapaba a mi infantil mente de desarrollos secuenciales y automáticos. Cruzaba las manos sobre el teclado. Me enseñó a pilotar en Laguna Seca, Monterrey, en California. El circuito más completo y compacto del mundo. La mejor curva, el Sacacorchos. Muchos años después cuando necesito relajarme y sacar lo mejor, conecto la Play con el Gran Turismo 4 y piloto en Laguna Seca. Conozco cada bache. Conozco la vuelta rápida, los cambios de rasante, conozco mis fallos. Ahora quizá ya soy más rápido que mi hermano, pero él me enseñó.

La segunda cosa que me enseñó fue a Valentino Rossi, il Dottore, en Jerez. Me llevó a las carreras en su Renaul Clio granate, con rocanrol. Un viaje iniciático que ahora repetimos asiduamente, como cualquier tributo o culto. Como cualquier tradición, que nos saca de la monotonía y nos une. Mi hermano es un jodido fucker. Todo mundo me ve la cara de ingenuidad e ignorancia vital, y se empeñan en darme consejos que yo escucho, pero sólo acepto los de mi hermano David. Porque él me enseñó a pilotar, y me enseñó al Doctor.

En este fin de semana donde acabé los exámenes, a Valentino Rossi y a mí se nos ha ido el Mundial 2010 en cuestión de horas, en sendos baches. Duele. El trabajo de tanto tiempo, por los suelos, lleno de grava y con el carenado rayado. Duele. Il Dottore y yo ahora estamos fuera de juego. No existen los imposibles, pero el realismo de este circo rodante y sus normas no escritas dictan que este par de meses que sobrevendrán con nosotros fuera de las pistas enterrarán todas las opciones de la temporada.

Cuando luchas por el Campeonato lo más duro es dejarlo, tener que renunciar de golpe. No es lo mismo perder en la última curva de la última carrera escupiendo sangre que dejarlo en la tercera carrera, sintiendo todo lo que no has podido dar. Lamentando todo lo que tienes dentro y que te quema el pecho. Los saltos que reservabas para cuando pisaras el escalón más alto del podio. Todos los titulares dorados para ruedas de prensa con sonrisa amplia, la íntima felicidad del motorhome, el champán y los trofeos. Saludar con la rueda levantada a una grada rugiente puesta en pie tras otra exhibición. Lo mejor de ti mismo tras otra batalla. Porque una vez escuché que correr es como cualquier batalla. No muestres debilidad. No cojas prisiones. Y no mires atrás. Cuando has nacido para correr, como el Boss, lo más jodido es quedarte parado viéndolo desde fuera.

Lo malo de estos efímeros entorchados es cómo tu ausencia, por amplia que parezca, acaba siendo llenada por algún otro, que lucirá lo que tú un día has ostentado. Te quedan los recuerdos en la estantería, mientras ellos se llevan ahora los trofeos. Infames pollos que poblaban la parte trasera de la parrilla y que ahora se alimentan del vacío, que ahora ya no tienen miedo ni sombras que les cubran. Son victorias legítimas, pero deslucidas. Todos los años hay un campeón, pero no todos los años hay un gran campeón. Nicky Hayden le ganó de tú a tú al Doctor en 2006, por eso merece respeto. Pero Stoner, con una deslucida victoria en 2007, se hundió cuando Valentino le adelantó en 2008 en el Sacacorchos mordiendo la tierra.

Cuando vi a Valentino Rossi ganando el Mundial en el Sacacorchos de Laguna Seca, fue cuando comprendí de verdad la magnitud de todo lo que mi hermano me había enseñado. Entendí que él siempre había tenido la razón, que yo quizá podría ser más rápido pero nunca llegaría tan arriba.

Valentino y yo estamos fuera de combate. Pero si hay un motivo por el que todos los otros corren ahora un poco más, es porque saben que vamos a volver con las cicatrices de la operación cerradas y con un cuchillo entre los dientes.