viernes, 26 de octubre de 2012

Born to run

Empezar, y seguir. Forrest lo vio todo mucho antes. Y corrió, y corrió. Forrest había nacido para correr, yo no. Ya nací para otras muchas cosas a las que nunca me dedicaré, pero ahora corro. Y corro, y corro. Sin una gorra roja, sin salir de Alabama. Corro por Zamora, corro por Salamanca. He corrido en La Habana por el Malecón bajo una tormenta tropical. He corrido por la playa en Varadero con el atardecer más espectacular que recuerdo.

 Empezar, y seguir. No me siento especial. Otros corren más que yo, algunos corren mucho menos. No dedico mi vida a mis piernas, y ellas tampoco me devuelven nada. Sólo sé que algunas veces cuando corro, y está lloviendo, o corro y hace 35ºC, o corro y escupo, o corro y llego de la mano a la meta, después, sólo después, siento que he hecho algo digno, algo que simplemente se ha construído con mi esfuerzo, con mi sudor.

Empezar, y seguir. Hoy he corrido mi día 100 desde Marzo de 2011. Un año y medio desde que comencé. Entre tanto, muchos días solo, muchos acompañado, algún esguince, alguna tendinitis. Una San Silvestre, un par de carreras populares y dos Medias Maratones.

 No es mucho, pero es, a día de hoy, todo lo que tengo, y me siento muy orgulloso. Y puede que yo no naciera para esto, pero, amigo Bruce, diselo tú.

 

martes, 16 de octubre de 2012

Goodbye, Norma Jean

El día que se terminaron para siempre los croissants de chocolate en todas las pastelerías de la ciudad todo mundo hablaba de un astronauta. Qué opinan los periódicos de las tardes perdidas, te preguntaré detrás de un café que no será si no hay un croissant, porque sin croissant de chocolate no habrá un yo ni un tú ni mucho menos un café. Qué opinan los periódicos de si llueve en todas las casas a las tres de la tarde, de lo triste que es Lisboa.

Por eso bajo corriendo de pastelería en pastelería. Las caras de las pasteleras me parecen todas la misma. Se ocultan detrás de la harina o del maquillaje. Yo siempre quise follarme a una esteticienne. O a una peluquera. Pero esteticienne es más sexy. El propio nombre se te derrite en la punta de la lengua según lo pronuncias como uno de esos buñuelos de crema que estoy viendo en los expositores. Con la pequeña salvedad de que no quiero un buñuelo de crema ni una esteticienne, al menos hoy no. Es lunes. Un astronauta copa las portadas. Y yo no tengo croissants. La cara de la pastelera que se repite de pastelería en pastelería me informa con pesar de que no, no tenemos de esos magníficos croissants de chocolate que anunciamos por un euro con cincuenta céntimos. Quizá los tuvimos a las ocho de la mañana, pero a esa hora tú sólo intentabas no vomitar tu desayuno en la cafetería de un hotel mientras a tu lado bebían basureros y empleados de banca.

Luego lo intento en la gasolinera. En la gasolinera nadie ha oído hablar de un astronauta enrollado con una esteticienne que se lanzó por la ventana en busca de varios récords del mundo mientras su mujer los perseguía a ambos. Es por eso que tampoco saben que ahora los croissants se rellenan de crema de chocolate, que es lo mismo que el chocolate pero derretido, que es lo mismo que quedará del astronauta cuando toque tierra, que es lo mismo que quedará mañana de los periódicos de hoy. Pero en la gasolinera me dicen que busque en un supermercado. En el supermercado me envían a una máquina de autoservicio que hay en un garaje a la vuelta de la esquina. La máquina de autoservicio está vacía: es lunes. Nadie la ha repuesto. Marilyn me mira lujuriosa desde el escaparate del videoclub adyacente. Goodbye, Norma Jean. ¿Qué saben de ti los periódicos? ¿Qué saben de ti las adolescentes cuyas habitaciones adornas con ese rubio platino y esa sonrisa lujuriosa que hoy me dedicas?

El día que se terminaron los cafés, los periódicos, los astronautas y los croissants era lunes. Los lunes son así. Acaban con todo. Acaban contigo, que acabas limpiando el cristal de tu habitación, retirando cuidadosamente todos los mosquitos estampados que lo manchan, con la esperanza de encontrar un croissant y subir a verte. Pero hoy no hay croissants. Hoy será un día más en el París-Dakar. Una tarde de tantas en la Ruta de la Seda. Hoy quizá baste una napolitana para merendar, si es que alguien en esta ciudad sabe dónde queda Nápoles y que allí decidieron meterle crema de chocolate dentro a los dulces. Los lunes, si te despistas, ya no llegas a por los croissants. Los lunes, si me despisto, ya no llego a por ti. Pero mañana será martes.

domingo, 14 de octubre de 2012

El emocionante asunto del suicida aeroespacial

A Felix, aunque no te conozca.

[...] Pongamos por caso este hombre, que, culminadas todas sus metas en la porción terrenal donde podía poner sus pies, de pronto, una mañana, decide que hay una nube que le está llamando. Este hombre que podríamos ser usted o yo, o ninguno de los dos, decide que tiene que subir por encima de aquella nube y que ese emocionante asunto es lo único que en adelante le merecerá la pena. Se embarca en amargas tardes llenas de crucigramas al vapor donde todas las palabras que se le cruzan tienen un significado oculto que le remite a mirar al cielo. Si come sopa, ve reflejado el espacio exterior entre las constelaciones de fideos. Si bebe vino, cuando cierra los ojos, acunado por el burdeos, navega en caída libre sobre la almohada, sin mover más que su estómago.

Este hombre, como decía, que podríamos ser usted o yo, ya no suspira más que por dar el gran salto. Aburre a sus incrédulos familiares y amigos, que ya hartos de escucharle dan su caso por perdido, y continúan con sus apacibles existencias, ante lo que el suicida aeroespacial decide hacer uso de la más absurda introversión y llevar a cabo todos los preparativos en silencio. Así callado piensa, medita, planea, se prepara para la subida y la bajada, pues nada más que el silencio tendrá entre botellas de oxígeno y cables de la luz.

¿Qué se llevará consigo? Nada pesado, decide. Empieza a desterrar por lo tanto todas las chinas que ha llevado siempre en los zapatos para acordarse de que los pasos, para ser útiles, tienen que doler un poco. Se quita la camiseta y se arranca despacio, con las uñas, todos los reproches, insultos y arrepentimientos que cargaba en los hombros. Quizá si pierde un poco de sangre ascenderá más deprisa y la caída será más leve. Vacía el dinero de su cartera entre los pobres de su calle, tira las fotos de carnet que llevó siempre consigo y deja en herencia a sus sobrinos los perros que le custodiaban el jardín.

El suicida aeroespacial, pese a la discreción meridiana con la que lleva a cabo todos sus preparativos, ha despertado recelos e interés a partes iguales en su vecindad. Al final se traducen simplemente en comentarios insidiosos que se hacen a media voz pero con la suficiente intensidad para que lleguen a sus oídos. Todo no hace más que reafirmarle en su intención de subir y bajar. Confecciona una cápsula con dos bañeras de poliéster y un poco de papel de celofán que le permita contemplar el globo terráqueo durante el tranquilo ascenso, para el cual ha comprado cuatro bombonas de butano pese a lo cara que está la vida.

Los conocidos y desconocidos que están al tanto de su misión lo juzgan. Es un suicida. Tiene demasiado tiempo libre. Sólo piensa en él. Lo que hace no es útil. ¿Qué va a aprender de esto? Nadie se acercó a este hombre para darle una mínima palmada en el hombro. Nadie valoró su constante ímpetu de fracaso, su valiente ánimo hacia la caída más absoluta y estrepitosa. Nadie le preguntó dónde pensaba aterrizar, si en el mar o en el desierto. Nadie entendió nunca que detrás de una bañera y muchos kilómetros de altitud sólo estaba escondida la pequeña revelación de que, culminadas todas sus metas terrenales, no podía quedarse de brazos cruzados y tenía que llegar un poco más alto, un poco más lejos. Aunque aquello supusiera renunciar a todo lo demás. A una tranquila vida de crucigramas, sopa de fideos y vino de Burdeos. Monedas en el bolsillo, cordones atados correctamente.

Pongamos por caso este hombre considerado por todos un loco y un suicida que, una vez asciende, y se halla a varios miles de metros de altitud, abre la rendija de su pequeño adminículo aeroespacial y ve la Tierra desde arriba. Una vez que se ha concedido cinco respiraciones, saluda al infinito, consciente de que nadie lo ve. Y entonces, se deja caer, sin saber del todo bien cómo va a funcionar su ridículo plan, sin saber si habrá una cámara para recoger sus declaraciones al pisar Tierra o una corona de flores de la cofradía de su barrio. Sólo sabe que ha saltado por encima de la nube que le llamó, y que la próxima vez tendrá que hacerlo más alto. [...]