lunes, 16 de enero de 2017

Tortilla

Viví junto a David, en su piso, los tres últimos, y mejores, años de la carrera. Eso en otro tiempo y en otro lugar podrá extrapolarse hasta ser sinónimo de “los mejores años de mi vida”, pero hay muchas historias que aún no han sido contadas. Aquel tiempo era el de dos amigos de Videmala juntos en Salamanca, no el de un médico de familia y un físico del INTA. Por eso todos los recuerdos de aquel entonces palpitan y se iluminan con una luz muy especial.

Las noches de esos años me alimentaba casi por completo de las cenas en tuppers que semanalmente recogía en casa de mis padres. Sin lugar a dudas, la cena preferida era el día que tocaba tortilla de mi madre. Cuando planificaba la semana, solía hacer coincidir esa cena con algún día especial para disfrutarla aún más, porque la  tortilla destacaba sobre todos los sanjacobos e insípidas ensaladas que poblaban las demás cenas.

De pequeño no me gustaba la tortilla de mi madre. Seca, sosa, muy hecha. Grande, ancha y pastosa. Todos estos problemas se resolvieron cuando mi madre enfocó sus esfuerzos en cocinar para mis semanas salmantinas. En ese momento todo cambió, y de pronto comenzaron a producirse en serie semanal unas tortillas totalmente distintas que mi fuero médico interno denominó, y denomina, monodosis.

Las tortillas monodosis están genialmente diseñadas para su consumo de una sola vez. Realizadas con una base de media patata grande y apenas uno o dos huevos como argamasa, se cocinan en una sartén de unos 15 cm de diámetro, y alcanzan un espesor medio de 2 cm. Representan la cantidad de tortilla correspondiente a una tapa en un bar mediocre. ¿Cuál es su principal ventaja? Que son saladas, jugosas, tiernas. Pequeñas, estrechas y espumosas. La brillante y actualizada antítesis de aquel pasado que yo odiaba.

Sin embargo toda esta introducción quedaba totalmente a la sombra cada vez que David abría la nevera y aparecía la tortilla de Gina. Eso sucedía muy esporádicamente, nada que ver con la puntualidad suiza de mis monodosis. La tortilla de Gina era un acontecimiento, y lo era para ambos. Él la comía, y yo me deshacía al otro lado de la mesa. Era lo que los gacetilleros actuales del profundo internet definirían como LA tortilla.

Una auténtica tortilla de bar. Ancha, gruesa, jugosa por el centro y crujiente en la periferia. Con la patata en su punto de cocción y un huevo bipolar: algo hecho, algo deshecho. Una tortilla de 10 puntos sobre 10, que ocupaba muy ocasionalmente la cocina y que David, en silencio solidario ante mi mirada suplicante, siempre me dejaba probar. La tortilla de Gina era un referente. Mi vara de medir todas las demás tortillas del mundo. Algo que, como bien sabemos, es tan personal como un equipo de fútbol o una madre.

Un sábado por la tarde del último año que viví allí, David sacó del bolsillo un papel en el que había transcrito la receta de la tortilla de Gina, con el propósito de emularla. Fue una tarde entretenida, cariñosa como solo podían ser aquellas tardes de inocencia en la cocina. Comí aproximadamente la mitad de aquel experimento. David fue muy crítico consigo mismo sobre el resultado; yo he de decir que me gustó. Pero no era la original, por supuesto. Sin rendirse por ello, David mejoró su técnica y comenzó a emanciparse en el mundo de las tortillas; yo jamás lo he intentado.

A día de hoy, casi todas las semanas una tortilla monodosis sigue marcando un día señalado. Esta noche cenaré una. Pero ya no habrá más tortilla de Gina. Con ella se queda atrás una parte importante de  nuestra adolescencia, la inexcusable marca de que ya no somos los que éramos. De que aquellos años se fueron. Es una señal tan buena como triste. Nostálgica, bella. El recuerdo de los que nos han querido y acompañado; la soledad de tener que elegir nuestro camino ahora. Es el sabor de una tortilla que nunca olvidaremos, pero con la certeza de que sólo nos alimentarán aquellas que cocinemos.



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***Para Gina: gracias por abrirme la puerta tantas tardes de verano.