jueves, 30 de diciembre de 2010

tres seis cinco (dos cero uno cero)


"Con todo lo que tú no sabes,
se podría escribir un libro"


Anoche robé una lima en el Popanrol entre gin-tonics. Supongo que cerraba un círculo más. Me gusta mirar atrás estos días y soltar lastre, como Loquillo. Pero, cómo contar con palabras el mejor año que he vivido. Cómo contar el retorno del rey, de cuando me volví a creer capaz de hacer lo que siempre quise hacer, y ese empuje aún me dura. Cómo contar lo que valen los besos de verdad y que el esfuerzo es parte de la recompensa. El año que fuimos campeones en el verano que la metimos, tan jodidos como contentos. Cómo contar que ni la arena del desierto sirve para siempre, pero sí la de la playa, un amigo en cada puerto, que el verano son todas las canciones. Los trenes que se fueron, las despedidas en la estación y lo que aún está por llegar. Todo lo que he descubierto, todo lo que aún no sé. La música siempre detrás de las orejas. Las letras que son el refugio y otras un poco la tortura, las noches que cambian el mundo y las mañanas que lo dejan cabeza abajo. Los gintonics, los monólogos, los relatos, el humo en la ropa que nunca va a volver. Videmala, siempre presente. Salamanca y Zamora. Los amigos, la familia. Vuestros nombres a fuego en alguna parte, la Moleskine, Portugal. Las grandes pasiones. Las pequeñas pasiones, el fútbol y el motor. La vida que damos a los demás es la que vivimos en realidad. Atardecer al borde de la piscina, cumplir 22, aporrear la guitarra, buscar siempre buscar pero no huir. Los errores que son aciertos, los aciertos que valen por dos.

Muchas gracias, 2010, ha sido un placer. Me encantaría volver a encontrarnos alguna vez y contarte cómo me ha ido.

viernes, 24 de diciembre de 2010

Navidad

Vereis. Yo intuía que tras 4 años con exámenes, estas navidades por fin libres iban a ser la polla.

Cuando esta tarde he visto la cara de felicidad de mi padre y su videocámara nueva, he visto a mi sobrina sin parar de jugar en todo el día y nos he visto a mi madre, a mi hermano y a mí en VHS hace unos 15 años en un viaje a Jerez, me ha parecido justo constatar que es el mejor inicio de Navidad del que soy consciente.

Felices días, como cualquiera del año.

viernes, 10 de diciembre de 2010

Tonight, tonight

the impossible is possible tonight,
tonight.

La niebla es un invento de los políticos para tapar la ciudad, por eso a todos nos gusta el otoño, nos gustan las portadas de los periódicos donde salen los héroes que no se dan cuenta de que los héroes de verdad no tienen voz ni cara, nos gusta la niebla porque podríamos esnifarla hasta volvernos transparentes y quedarnos a dormir en las esquinas, haciendo de este sitio Moscú o Viena, volviendo turbio el vodka y claro el pensamiento, haciendo el amor como hacen las huelgas los controladores aéreos, arranquémonos el frío de la piel a tiras, y hagamos una cuerda para atar al perro que quiere escapar hasta los agujeros del puente donde se estancan las crecidas, donde el barro y los juncos no son sinónimos ni parecidos, donde la niebla, la eterna niebla se tiñe de amarillo por los rayos de las noches electrolíticas del ayuntamiento, que patrocina los paseos y las vallas de obra, los socavones en las aceras y los badenes en las avenidas que hemos dejado de sentir hace ya tanto tiempo que ni lloramos por ellas, parte infalible del ensanche, de los planes urbanísticos trazados por la mafia, y mientras tanto nosotros en la ciudad, el espacio aéreo cerrado y las calles vacías, la alarma en el telediario, la paz en el sofá, los agujeros de gusano en la almohada y el vaho en la ventana, desde donde se ve la niebla.



viernes, 3 de diciembre de 2010

Pasillos

Para A., D. y S.


A veces me siento en los pasillos del Hospital. Hay que creer en ciertos seres humanos en estos tiempos que pasan, canturreo. No le cedo mi asiento a los viejecitos, los veo deambular y me imagino sus destinos, sus consultas y sus volantes. Me imagino un laberinto burocrático que desemboca en un hilo de Ariadna con forma de catéter epidural y marcas radiológicas.

No me habría importado demasiado tener una raja más o menos en el culo, pensaba mientras me metían un enema opaco de papilla baritada, blanca como la leche, blanca como el semen de las clínicas de fertilidad, blanca como el tippex que tapa los errores escritos. No me importaba, las cosas podrían haber salido al derecho o al revés y lo único que se puede hacer cuando en el culo tienes un solo agujero es untar bien de vaselina cada uno de los objetos animados o inanimados que corresponda introducir.

La máquina de rayos producía ruidos robóticos parecidos a los que habría podido usar Kubrick en 2001, yo pensaba en cada una de mis células bombardeada con electrones, que en mi mente adquirían consistencia y forma coloreada, una lluvia versicolor de chispas sobre mi barriga, cuya reacción esperabamos todos con ansia, o con temor. Quizá a la mañana siguiente tuviese superpoderes, o quizá simplemente llevara 0,5 milisieverts más y una placa con seis fotos encima. Eso nos parecía a todos lo más probable, aunque no se lo pregunté al colega por miedo a una respuesta cortante o a más tubos por el culo; que no me importasen más rajas no significaba que me gustaran.

A veces me siento en los pasillos del Hospital. La gente camina, todo fluye. Los viejos, a la muerte. Las estudiantes de enfermería, al matadero. Las limpiadoras, a los cuartos de la limpieza. Los residentes, también. Todo fluye, con una clase de justicia que se nos escapa: tenemos un chicle pegado en la suela por cada otro que hayamos escupido a la acera. Las camas del hospital son un intrincado juego de encaje y nunca faltan piezas en este dominó. Me siento en los pasillos a esperar nada, a mirar las caras de la gente que camina, a imaginarme sus afecciones más íntimas y también las superficiales, a entrenar mi ojo clínico.

La enfermera de los ojos marrones me está mirando. No es una imaginación mía. Cuando tienes una sonda en el culo y midazolam en vena, no te imaginas cosas. Al menos, no esas cosas. Te imaginas que no tienes nada ahí, te imaginas en un playa de Hawaii con alimentación y daiquiris parenterales. La enfermera de los ojos marrones me está mirando, me mira a los ojos, espera desde detrás de su cristal que yo le devuelva la mirada, pero yo cierro los ojos un poco dolorido. Diez minutos después me posa la mano suave pero firme en la cintura mientras saca la sonda globo. Me insufla aire con algo de violencia para un segundo contraste. En aquel momento creí entender de forma sutil que la violencia era accesoria para el segundo contraste, de modo que me pareció justo devolverle la mirada cuando volvió a refugiarse detrás del cristal. Ella sonrió, y la segunda vez me sacó la sonda más suavemente, y su mano en la cintura fue más firme.

Los hospitales son hormigueros, son esas columnas enormes de arenisca donde las termitas pasan el verano, con la diferencia de que nadie quiere pasar un verano en el hospital. Pero todos somos hormigas y termitas, somos susceptibles de ser eliminados por una buena pandemia, por un pesticida nefrotóxico, somos débiles y somos dependientes. Caminamos por los pasillos blancos del hospital vestidos de blanco y verde con aparejos al cuello y al bolsillo con un aire diferente al resto del mundo, sin saber que el aire diferente está fuera, que dentro somos sólo dos caras de una moneda. Y el sentido en el que gire la moneda no depende de nosotros.

A veces me siento en los bancos de madera, sin bata, junto a esos viejecitos cuya máxima aspiración en la mañana es entregar el volante que rellenó su paciente médico de cabecera en el ambulatorio de barrio donde purga sus pecados o se gana el cielo. No hace falta ir a Angola para ser misionero, concluí mientras dos monjas de clausura con permiso especial del obispo recorrían el pasillo hacia las consultas de marcapasos de Cardiología, donde el doctor descubriría con sorpresa que una de ellas llevaba implantado uno cuyo fabricante había sido denunciado por fraude.

En el hospital hace calor, sea cual sea la época del año. Pero era verano. Nadie quiere pasar un verano en el hospital, de modo que intenté girarme para ver más de cerca a la enfermera de los ojos marrones, la que me había metido y sacado una sonda untada de vaselina por el culo para llenarme el colon de papilla de bario. Cuando yo cuento esta historia, la mayoría de mis colegas afirman que todo fue producto del midazolam.

Yo intento explicar que el midazolam fue sólo un medio hacia el fin en sí mismo en que convirtió ella. Robaría su hoja de servicios para aprenderme su DNI y sus turnos, le pediría a su supervisora que me hablara durante un par de horas de cómo pasaba las camas, cambiaba las vendas, hacía las curas, de cómo encontraba una vía y mezclaba medicaciones. Me pondría malo de nuevo, me dejaría sondar diez veces.

El calor y los analgésicos opiáceos son enemigos acérrimos desde que el mundo es mundo y la morfina facilita la vida paralela. Los analgésicos opiáceos pueden ser antidiarreicos. Los analgésicos opiáceos pueden causar estreñimiento. Un estreñimiento no explicado puede ser indicación de un enema opaco. Un enema opaco el martes que viene en el turno de mañana puede ser para la enfermera de los ojos marrones. El calor, y el midazolam en general, pueden llevar a pensamientos deliroides como esos. Pero aquel verano, en aquella ciudad y aquel hospital nunca me parecieron tan deliroides.

Uno, desde fuera de esas estructuras rectangulares con aspiraciones elevadas, nunca podría imaginar cómo laten los cuerpos y las máquinas allí dentro. Nunca podría adivinar la extraña sincronía que sucede en ocasiones, y cómo tiembla todo cuando se entra en resonancia, el emocionante peligro de explosión, igual que los soldados rompen el paso al cruzar un puente para que éste no se venga abajo. En mi mente la enfermera y yo latíamos al unísono, nuestro nodo sinoauricular se despolarizaba en el preciso instante en que daban las 12, y yo torcía el gesto notando la sonda, pero me obligaba a sonreír para impresionarla. En mi mente todo era bello, en mi recto todo lo era menos.

A veces me siento en las escaleras de servicio del Hospital y deseo poder fumar, deseo que atardezca y que alguien me saque una foto, para firmarla y entregarsela a ella. El verano nos vuelve deliroides. No me importaría tener una raja más o menos en el culo. Sus ojos marrones y un poco de midazolam. Daiquiris parenterales, noches de guardia y cigarros que nunca vamos a fumar. La radio suena con canciones de Mecano, y eso me hace volar todavía un poco más, eso refuerza la impresionante sensación de irrealidad, y yo rezo por los anestésicos que nunca vamos a tener en vena, por las desconexiones, las máquinas respiratorias, los besos de una enfermera de ojos marrones y los viejos que a base de volantes, visitas a consulta y marcapasos habrán de sobrevivirnos y cobrar nuestras pensiones.