martes, 9 de junio de 2020

El comienzo de algo

I. 

Dejé la carta mecanografiada encima de la mesa. Un cierto sentido del espectáculo me obligaba a hacerlo: ¿cómo me gustaría que la policía encontrase el salón si yo desapareciera? No me faltaban motivos para desaparecer, ya fuera por decisión propia o a manos ajenas. Acto seguido volví a coger la carta para releerla. No era tan sencillo de entender ni tampoco muy difícil. Un amigo que afirma viajar en el tiempo. Una conspiración para deponer a la corona. Encontrarme con la mujer a quien quería hace 10 años.

No se me ocurría un comienzo mejor para aquel viernes.

II.

Desconectar el teléfono móvil. Revisar que no hubiera una línea de fijo funcionante. Cerrar y vaciar el cubo de la basura. Atrancar las ventanas batientes. Doblar las toallas del cuarto de baño; no, eso podía esperar. Reunir un poco de dinero en efectivo. Elegir unas deportivas cómodas y elegantes. Tal vez sólo cómodas. Libreta y bolígrafo. ¿ Cómo se le habría ocurrido usar una máquina de escribir? ¿Dónde habría podido encontrar una durante la pandemia? El olor de la panadería de debajo estuvo a punto de despistarme de mi minuciosa y desordenada tarea. Me apetecía mucho uno de aquellos croissants rellenos de chocolate. Decían que traían la mantequilla de Normandía, porque los dueños eran farmacéuticos y habían estudiado la proporción de grasa de la leche y... No. No era el momento de bajar y comprar uno de aquellos croissants rellenos de chocolate, crujientes y con una leve capa de azúcar glâce. Tenía que irme. Pero tal vez sí podía coger uno de aquellos... Buenos días. Póngame uno de chocolate. Sí, para llevar. Gracias, que tenga un buen día. No me gustaba empezar un día importante sin desayunar y no había tenido tiempo más que para el café. Dios, qué buenos quedan estos croissants. Creo que es por la proporción de nata de la mantequilla. 

III.

Tuve que volver a subir a casa y empezar la tarea donde la había dejado. Con los dedos untados de chocolate seguro que quedaron huellas dispersas por el salón. Eso les despistará. Pensarán que no soy tan metódico como realmente soy. No quería manchar la carta, a fin de cuentas era un objeto de hace 35 años aunque yo la hubiera abierto esa mañana. Conseguí acabar el croissant y lavarme los dientes releyendo los tres folios de papel reciclado. Un momento. ¿Existía el papel reciclado en 1985? Decidí estrenar la libreta con esta sagaz observación. Un hilo del que tirar. Asterisco, asterisco, mayúscula: buscar librerías que distribuyan papel reciclado en el Madrid de 1985. Pan comido. Un poco de pasta de dientes en forma espumosa manchó el folio y la libreta, no era buen momento para practicar la ambisdestreza. ¿Existía la ambidestreza como sustantivo que dé nombre a la capacidad de usar ambas manos? Esa fue la segunda entrada de la libreta. No debería haberme deshecho de aquella Espasa-Calpe. 

Cuando, a mi juicio, el apartamento estuvo desordenado con habilidad casual y yo aseado para salir a la calle, salí. Ningún croissant podía detenerme. Subí de nuevo a casa: había olvidado la basura, y no soporto el olor al volver tras unos días. Bajé con la basura por la escalera, los vecinos se merecían ese aroma. 

Por fin me planté en la calle. Respiré hondo. No tenía ni idea de qué hacer ni por dónde empezar a hacerlo. 

jueves, 4 de junio de 2020

Lo de antes

Vendrán más años tristes
y nos harán más fríos
y nos harán más secos
y nos harán más torvos
(Rafael Sánchez Ferlosio)

Han caído los años como días en esta cuarentena. Han caído con el estrépito de las bateas metálicas en las que se deposita los tubos que transportan la sangre recién nacida de la vena. Cada hoja ha tenido más de dos caras, tantas como días duró el enfado y la tristeza, y minutos la alegría. Entre las nuevas palabras no se escondía nada más que lo de antes, y por supuesto nada mejor se escondió. Hubo, no he de negarlo, instantes felices. Fueron tragaluces de un cielo enmarcado por la escayola de las molduras. Nos hicieron expertos conocedores del pasillo y de los rincones de la casa en los que nunca me había sentado. El antepecho de todas las puertas que dan al balcón y la nostalgia de una terraza inexistente. 

Cuando se retiró la máscara de lo nuevo no quedó más que lo de antes. Solo que ahora es deforme, feo, grotesco, una caricatura de todo lo que pudimos haber sido en estos meses. La promesa de una segunda primavera, las conversaciones se convirtieron en números binarios y les dije a mis padres que les quería desde una pantalla. No he echado de menos los abrazos y los aplausos no me han consolado. En cambio he echado de menos poder abrazar con la sencillez y la satisfacción con que solía. Que lo único que convirtiese al gesto en particular fuera la forma de cada persona rodeada, con un tacto y un olor identificativos, invidualizantes, propios y recordados al instante, olvidados hasta el siguiente. Corrieron las páginas por el sofá, los clásicos ofrecieron una visión descarnada y en los atriles nadie levantó la voz con la fuerza suficiente para adherirme a sus proclamas. O tal vez con la voz demasiado alta. 

Ahora en el laberinto de fases vuelve a salir el sol, se ofrecen unas vacaciones escolares fuera de mes y con quince años de retraso sobre la misma bicicleta de entonces. Sólo me sigue gustando una de las chicas de aquel verano, y eso siempre ha sido un problema. Las tardes han conseguido broncear la tristeza, pero al rascar la tristeza seguía ahí. Esta tristeza que  sale al atravesar la autovía se confunde con la nostalgia de los días que conduje con miedo al control policial y emoción por vivir lo nunca visto, unos sentimientos burdos y vaporosos, que han ido y vuelto según pasaban las prórrogas del estado de alarma sin que nadie lanzase un penalti a las nubes para que pudiéramos gritar de rabia o abrazarnos borrachos, las cervezas virtuales me duran menos que una paja y las pajas me duran menos que los aplausos de las ocho, y los aplausos de las ocho me suenan como si un autómata los hubiera hecho por mí, y el autómata aprendió yoga y su cintura se dobló, y no pude escribir ni una sola frase durante estos meses porque mi cabeza no dejó de emitir frases circunferenciales, o tal vez espirales, saltando en este muelle sin encontrar las rutinas nadie me engañará porque yo creo en las proclamas de Sánchez Ferlosio y no en las del Ministerio del Interior, y ahora que puedo volver a correr por el borde del río y llueve no como metáfora ni en el cristal sino sobre mí, pienso  empapado en el cariz de todos los adjetivos que le puedo aplicar a lo nuevo, pienso que no me gustan, y pienso  que por pedir algo no pediría otra cosa más que me devolvieran lo de antes.