lunes, 19 de marzo de 2012

Días como hoy

Hay días como hoy en los que no me quito el pijama. No es depresión, es una feliz obligación del domingo. Deambulo por la casa, reconozco los baldosines de la cocina, nos tuteamos. No hay alcohol en este piso, no queda droga. Todo lo que hay es una gran ventana a través de la que pasa el tiempo, en sombras y nubes. Por eso vivo solo los domingos. No quiero ver a nadie: no es depresión, es necesidad. Necesidad de dejar la luz oscura, de sacar el carrete que he ido grabando durante la semana y revelarlo. Me siento en el sofá, miro por esa ventana. Está amaneciendo, son las 7 de la mañana. Debería estar de resaca como todos mis coetáneos, pero no, he dormido bien, he dormido despacio. He dormido tan bien que recuerdo las imágenes y las frases que he soñado. Me acarician, no me castigan. Recuerdo las veces en que no era así. Las imágenes y frases que he soñado se confunden, según pasa el día, con las que voy soñando despierto. Con los escenarios que construyo en mi mente, y los interpreto hasta quedarme dentro de ellos, por eso hoy no necesito ver a nadie, hablar con nadie, por eso hoy cualquier ser humano que cruzase mi puerta no sería bienvenido, porque hoy quiero estar conmigo. Las fotografías van tomando forma en su cubeta. La magia de la química, la ciencia de la luz atrapada en el nitrato de plata. Me vuelvo a sentar en el sofá, con la botella de agua. Todo funciona despacio. Aparecen las caras, y es entonces cuando empiezo a entender que todavía hay gente que tiene magia. Mejor aún: hay gente que guarda magia. Hay gente tan diferente a mi verborrea, a mi lacerante ruido exterior que me siento completo de un modo indoloro, agradable. Veo cada fotografía, intento reconstruir el contexto. Si cierro los ojos escucho la risa, escucho los vasos que entrechocan. Escucho, si aprieto los dientes, cómo se quema el cigarro que ya no está. Puedo palpar la piel de escay de otro sillón que no es este. Oler perfumes en cuello ajeno. Llevarme un poco de carmín a los labios. Son las cuatro de la tarde, y sigo en pijama. Sonrío ante fotografías que no existen. Imagino diálogos que no han tenido lugar. Los fantasmas de la semana me abrazan. Veo su magia, me siento afortunado por las hojas del calendario que están corriendo, que tanto me llenan. Llegarán oscuras golondrinas, dice una voz. Pasarán más inviernos como este que se te va, dice otra. Yo callo todas las voces con un sólo gesto de la mano derecha, completamente abierta, extendida. Stop. Es domingo y todo lo externo me es ajeno, irreconocible. Hoy ni siquiera necesito música. Es mi domingo. Fuera de la ventana viene la primavera, pero hoy no abriré. Hay un microclima en este salón, cae el sol. No será un domingo radiofónico, no será un domingo productivo, será un domingo para mí, que este domingo vivo solo. Todo es familiar, extraño sentimiento acogedor de que cada miga de pan que ha caído sobre la alfombra está exactamente donde le corresponde, exactamente a la distancia de mí que le corresponde. Hay días como hoy en los que no me quito el pijama, días completos en los que no pronuncio ni una miserable palabra, ni veo a nadie. Días como hoy en los que no me necesito ni me echo de menos, porque me tengo. Fuera ya es de noche. Quizá haga frío, no lo sé. Ya no necesito cambiarme, es hora de volver a dormir. Mañana ya no será igual, mañana no me tendré, sino me daré. Aún hay gente que tiene magia, habrá que seguir entrenando para merecer algo del reparto.

jueves, 15 de marzo de 2012

Zona Azul

El guardia de aparcamiento conoce la tristeza absoluta mejor de lo que tú y yo nunca lo haremos. Él pasea arriba y abajo las calles de la ciudad, pero son siempre las mismas calles, y nunca puede salir de ellas. Conoce cada farola por su nombre, ha bautizado todas las papeleras con colillas de Chesterfield, sabría cerrar los ojos y orientar el olor de cada contenedor de reciclaje. Memoriza los hábitos de tráfico. Sabe qué Audi aparca en qué lugar a qué hora, y también hasta cuando. El guardia de aparcamiento es el esclavo perfecto de la rutina, nunca se enamorará de nadie que le canse por monótono, porque él sabe lo que es la monotonía. Conoce todos los instantes que oscilan entre las 9.00am y las 8.00pm. Vive encerrado en el mismo día cada día. Sabe lo que es la auténtica tristeza porque se alimenta del pecado. Se alimenta del despiste de aquel que no vio una línea azul debajo de la rueda delantera. Se alimenta de la pereza de quien no quiso acercarse al centro de la ciudad caminando. Se alimenta de la avaricia de aquél que no quiso gastarse treinta céntimos porque sólo iba a estar cinco minutos estacionado. Se alimenta del egoísmo del que reclamaba las calles para sí mismo y nunca para el Ayuntamiento. En general, está henchido del mal ajeno y, como si de un moderno inquisidor se tratase, merodea con un hambre vampírica de pecados, merodea arriba y abajo. Él fue una vez alto, esbelto. Él una vez sintió que su uniforme en colores fluorescentes y letras blancas le convertía en atractivo. Pero ahora no. Ahora está encorvado, ennegrecido de tanto estar al aire libre. De caminar con las manos cruzadas a la espalda. Ahora no, ahora no cree ni en sí mismo ni en nadie, porque necesita no creer en nadie: si no cree en nadie está convencido de que los pecados ajenos se retroalimentarán, y eso le hará más grande dentro de su pequeña inmundicia de cardenal apóstata que no cree en el perdón. No cree en el perdón, porque si existe el perdón, por 3 módicos euros se puede echar a perder una multa de 30 que él ha buscado ansiosamente a lo largo de toda la mañana. Si existe el perdón, el guardia de aparcamiento deja de existir, porque dejan de existir las multas, deja de existir el castigo divino, deja de existir el cielo y el infierno, dejan de existir las líneas azules y las verdes y las amarillas, y entonces, sólo entonces, el Universo sería una terrible y tremenda y enorme línea blanca donde todo el mundo podría aparcar y nadie cometería infracciones y el guardia de aparcamiento se despierta sudando del sueño. Y de pronto. Se despierta sudando del sueño. Está solo en la cama. Conoce la monotonía, conoce la tristeza, conoce la soledad. Se asoma a la ventana, y a la luz naranja de las farolas reconoce el color azul de la línea que circunscribe la acera. Sonríe, con un poco de malicia, y se vuelve a acostar sabiendo que mañana el mundo le necesitará de nuevo.

martes, 13 de marzo de 2012

Sólo un Fado

Un fado son cien patadas en el alma. Un fado es salir a la calle un día de lluvia y pisar encima de todos los charcos en los que te reflejas para ver cómo se desfigura tu rostro. Un fado es echarte un pulso en el espejo y perder. El fado es la voz de un Portugal que le canta al dios a quien un día se encomendó, y que hoy le ha dado la espalda. Portugal, con ironía y tristeza, que no es gris ni amarilla ni azul, mirando al mar hace sonar la guitarra. Hay sol y ropa tendida nas ruas de Lisboa. Un fado son todas las miradas que se te han escapado mientras te callabas. Un fado habla de todas las discusiones que has perdido y de aquellas en las que, venciendo, no ganaste nada. Un fado para el día que te vas de casa, un fado para el despido improcedente, un fado para el futuro que no te ofrece esperanza. Un fado para celebrar las tardes felices, para ponerte en el lugar que te corresponde debajo del cinturón de Orión. Un fado entre amigos y buen vino, un fado que suene mientras limpias tu casa o cocinas para ella. Un fado son todas las horas de una semana metidas en un metrónomo que se balancea arriba y abajo en lugar de a izquierda y derecha. Un fado son todas las palabras que eres capaz de contextualizar en un silencio milenario. Un fado son fotografías gastadas por el paso del tiempo halladas en un cajón, un fado son las historias que viviste y más aún, las que dejaste por vivir. Un fado es capaz de llorarte todos los sentimientos que nunca podrías dibujar, y mientras lloras, un fado es el foco transverso de luz que deriva en arco iris la cortina de agua. Un fado por los que ya no están, un fado por los que vendrán.

Un fado son cien patadas en el alma pero, si cierras bien los ojos, un fado es el recuerdo que tienen tus labios cuando guardan el beso más bonito que nunca has dado.


sábado, 10 de marzo de 2012

Perfúmenes fatales

1.
El ascensor de mi edificio, cada vez que se vacía, conserva dentro el olor de su último ocupante. Cuando entro en esa especie de armario de olores, juego a reconocer al asesino de las viejecitas. Cada olor tiene una forma geométrica, cada olor al materializarse en un cuerpo que ya no está, me habla. Me hablan todos, y os aseguro que he oído magníficas historias sobre aseos que no funcionan y costumbres higiénicas olvidadas, como el uso del bidé. También he olido, perdón, oído, romances de alto standing, oficinistas, hombres de sport y caballistas de lujo. Una noche, saliendo del ascensor en el vestíbulo descubrí a la vecina del séptimo izquierda arrugando la nariz tras cruzarme con ella. Desde entonces cambié de colonia y ya sólo uso las escaleras.
 2.
Todo mundo debería ver alguna vez en su vida una autopsia. Deberían conocerse interiormente. Conocerte interiormente no implica memorizar todas las enseñanzas de la vigésimo tercera reencarnación de Siddharta Gautama, a.k.a. Buda. No implica hacerte con la colección completa del bueno de Paulo Coelho. Conocerte a ti mismo significa que alguna vez metas el dedo índice dentro del canal que dibujan todas las vértebras juntas para que se deslice, anguilosa, la médula espinal. Que veas un riñón emerger de entre la grasa retroperitoneal. Que entiendas la contracción en sístole del corazón sometido al rigor mortis. Que palpes las placas ateromatosas dentro de una arteria coronaria. Que huelas un intestino cerrado. Que escuches trepanar y ceder el hueso. Una experiencia multisensorial al alcance de pocos afortunados.
 3.
Vimos la muerte. La tocamos con los dedos. Fue una noche de abril. Acababa la Semana Santa. Nos montamos, borrachos como cubas, en un Seat Ibiza. Nos fuimos de la ciudad. La música sonaba. Las señales del cielo sólo eran señales de tráfico. Éramos intocables. Había luna llena. Las encinas se iluminaban al paso de la comitiva. Una cuerda colgaba de los bajos. Intentamos arrancar de cuajo el letrero que delimitaba un pueblo. Nadie nos vio, nadie pudo vernos. Luego, vencidos, nos fuimos de vuelta. Era muy tarde, tan tarde que casi era pronto. Según descendía el alcohol de nuestras venas y se llenaban nuestras vejigas fuimos viendo cómo se deslavazaba la niebla y la luna brillaba. Sonaba el Réquiem de Mozart a todo volumen en el equipo de música. Íbamos callados. Éramos conscientes, ahora sí, de que una cuerda colgaba de los bajos del coche y se deslizaba por la carretera, siseando como una serpiente. Allí se había agarrado la muerte. Llegamos a la ciudad, cortamos la cuerda en un semáforo. Nos fuimos a nuestras casas después de atravesar aquel túnel, y nunca más volvimos a verla tan cerca.
 4.
He entrado en el ascensor. Hay tres tipos. Hay un tipo que está arrugando la nariz intentando olernos a todos. Dicho esto, los otros dos huelen raro. A alcohol. Pero uno es alcohol del barato. Puede ser Ron Negrita. El otro es alcohol industrial. Formol, huele a formol. A los tres les va a dar igual todo, porque no saben que vamos al último piso. Qué curioso, no saben que dentro de poco los tres estarán en formol.

viernes, 9 de marzo de 2012

Humildat

Aprendí yo solo a envainarmerla. Aprendí a morderme la lengua por encima del estruendo, aprendí a escapar de las peleas cara a cara. No he aprendido nada, pero al final, hoy es el día. Y sabes, gente como yo, estamos esperando tu lugar. Gente como yo nos hemos castigado, hemos llevado encima de los hombros muchos días grises y noches blancas. Aprendí el valor de la humildad. Sin embargo, quiero que estés por aquí para contemplar mi triunfo, porque siempre he estado seguro. Tan seguro que no habría valido la pena seguir adelante si no hubiese creído. Se guarda por ahí, ya ni me acuerdo dónde lo he dejado. En algún cajón, quizá el de los cigarrillos, quizá el de los folios en blanco. Nunca he sido bueno apostando: si lo fuera hace años me la habría jugado. Pero no, aquí estoy, creciendo con arrepentimiento y repartiendo clases magistrales en aulas magnas de barra. Este proyecto es lo más grande que he tenido entre manos. Ojalá me viera mi maestra de párvulos. Hoy es un día como tantos otros, y no es, ni de lejos, el día de la victoria. Es sólo un día, un paso más, y sigo estando de pie. De pie, cada día me queda un poco menos de humildad, pero confío en que cuando se me termine del todo, todo haya acabado. Y por mucho que falte aún para ese día, falta un día menos. Sólo entonces podré desenmascararme del todo, aunque ya me conoces y por eso me temes, porque vivo y me alimento de tus sombras, de tus miedos. Nos miraremos a la cara, y sabrás que la tengo envainada, que me muerdo la lengua, que juego muchas divisiones por debajo, pero que ya has perdido un buen partido. Seguiré jugando a la humildad, seguiré con mi paciencia. Por una sola noche, me alimentaré de la sangre que en el agua deja tu herida mientras te alejas. Mañana nadie se acordará de este tropiezo, uno de tantos. Mañana todo seguirá en su sitio, todo será igual, salvo que yo estaré un poco más convencido de mantener la apuesta. Envainado, mordiendome la lengua por encima del estruendo, escapando de la lucha. Y nunca dejando de luchar, para quizá vencer al final. Pero con humildad.

martes, 6 de marzo de 2012

Otros cien años

Lo confieso, soy aquel que no pudo con "Cien años de soledad". Soy el hombre que se perdió entre las matas de la jungla y se le derritió el hielo antes de llegar a Macondo, y me siento absolutamente culpable de todos los cargos al Nobel que quiera aplicarme este pelotón de fusilamiento delante del que recuerdo, como en una sucesión amable de diapositivas en Power Point, todos los días de mi vida y todos sus libros, desde mis primeros ejemplares de "El Gusanito de la Manzana" hasta "Qué son esos caballos que hacen sombras en el mar" del siempre clarividente Lobo Antúnes.

 Lo confieso, señora, y no me mire así, que su hijo también se droga. No soporté a ese prohombre de las letras hispánicas más allá de la centésima página de su obra maestra, todo lo contrario que me ocurrió con ejemplares menores como el inútil resabiado de Lorenzo Silva o la reiterativa Matilde Asensi, cuyas lejanas obras y prosa mundana consiguen ese reto de atraparme desde la primera a la última página.

Lo confieso, disparen, de vez en cuando me dejo caer entre los mitos de la Literatura Universal y me bebo de un trago a Stefan Zweig, al oscuro Camus, al reversible Cortázar o al póstumo J.K. Toole que me provocan los mismos escalofríos que una chica a la que me quería follar, la cual, una noche en París, me contó que era capaz de llorar mientras leía las páginas finales de "Cien años de soledad", que en sus oídos resonaba una gran orquesta sinfónica y se le ponían los pelos como escarpias. Nunca me la follé, porque no terminé con Gabo, así que, señores del pelotón, disparen.

Pero antes déjenme echarle el último vistazo a mi volumen preferido de "El Gusanito de la Manzana".

volcano

La erupción volcánica de El Hierro ya es historia dicen los periódicos pero nadie me va a quitar las noches que me quedé viendo llover piedras incandescentes, viendo hervir el lecho del mar. No me preguntaste de nuevo por tu foto ni por la isla que hicimos crecer. Conservo ambas con cierto fervor, las guardo para el día de primavera que nos veamos de nuevo, porque sé que lo haremos, y sé que será primavera, tras este invierno en barbecho. Ese día te hablaré de cómo siempre tuviste la razón, de cómo no te la di para no perder mi partido. Estás en cada cigarro en la ventana y en el umbral de todos los telediarios, que se me ha pasado el hielo sin verte, que te recuerdo en la estación, Humphrey y yo subidos con las maletas al tren. No llueve si no es necesario, esa es la causa de esta sequía. No llueven ya rocas de lava sólida ni se contamina de azufre el cielo como en nuestro otoño. Entiendo ese cielo rojo, entiendo que estés lejos, entiendo la extinción de los volcanes y las noticias de los periódicos pero no por ello te echo menos de menos.