miércoles, 25 de noviembre de 2015

Dance me to the end

Pasé dos semanas de verano en aquella casa, hace ya muchos veranos. Tantos que en aquel verano no sabía lo que eran tus ojos ni tus enfados, ni que las tormentas pueden ser tu risa y las inundaciones tus lágrimas. Ha sido duro volver en otoño al escenario preparado como en una película dramática, con el balón deshinchado entre las hierbas descuidadas, el cielo gris y el columpio abandonado y chirriante. Allí nació parte de lo que soy ahora, meando en los hormigueros sobre la tierra amarilla del patio de atrás, jugando a boinas verdes con territorio incógnito por reconquistar. Sin conocer un beso ni una caricia, y, sobre todo, sin necesitarlos. El atardecer de Noviembre reforzaba la escena de todas las promesas que aquel niño que ahora soy yo dejó plantadas. Las nubes cerradas y los escasos grados sobre cero me sobrecogieron mientras miraba las ventanas enrejadas, sin rastro de vida en su interior. Aplastado por el silencio, de vuelta al coche, me preguntaba por la necesidad de volver a los lugares que quedaron atrás y si, como el poeta afirma, no es mejor no mirar atrás. Allí quedaron oraciones y juegos infantiles, noches estrelladas y confesiones de Julio; sin embargo nada de todo aquello permanecía sobre esa tierra, sino dentro de mí, en un camino que me recorre de pies a cabeza y que no necesito mirar atrás para ver puesto que me acompaña.

Pasé dos semanas de verano en aquella casa, hace ya muchos veranos, y quise llamar o escribir a las personas con las que compartí aquel tiempo. Pero ya no las comparto. Nos cruzamos por esta pequeña ciudad y movemos la cabeza. Discutimos, peleamos. Nos separaron las personas y las ideas, nos separamos nosotros mismos y no el tiempo, al que con tanta soltura se acusa. Yo me equivoqué. y no quiero pensar que ellos pudieron equivocarse, porque eso ya lo pensé antes y sólo sirvió para alejarnos más. En aquel verano yo no sabía que la gente se equivocaba, se distanciaba, se perdía. En aquel verano se perdían las partidas, se distanciaban las horas de sueño, se equivocaban las palomas en los poemas. Las vidas que me he cruzado después me han enseñado que no son de nadie los errores, que son patrimonio universal. Aquella casa, ahora vacía, sin niños de campamento que la pueblen, no es más que el espejo de la vida. La vida que no espera. La vida que es plena en un momento, y se va, y no vuelve más, y cuando te giras a mirarla no está, y no volverá aunque pronuncies tres veces su nombre en la medianoche delante de un espejo. Por eso sólo puedes volver agradecido a los lugares de tu infancia, susurrar una bendición por tu nuevo día y, con frío en el cuerpo, volver a entrar en el coche y tomar la carretera hacia adelante, con una mano más cálida al lado, que te besa sin preguntar por el fantasma que llevas pegado a la ropa.

jueves, 5 de noviembre de 2015

Portugal (I)

11.       Velatorio
Hay personas que están hechas de otro material. Los reconocerás fácil, son los que lloran en los velatorios de su abuelo por el amor que perdieron más que por la felicidad que le aportan los recuerdos del ser querido que acaba de pasar a mejor vida.

22.       Peso da Régua, sábado noche.
Los faros del coche al cruzar la rotonda iluminan la lluvia en diagonal. El otoño ha teñido el valle del Duero de marrones, rojos y verdes, pero la cara de los peatones sigue pintada de gris. Freno poco antes de atropellar a uno de ellos en un paso de peatones que un reguero de agua ha borrado. Dentro de su cara gris brillan unos ojos de ira que recuerda la brasa del fuego casi consumido, apenas caliente, adormecedora, letal. Quizá miraron así a Mariza antes de acabar con ella. O tal vez fue Mariza la que, antes de entregarse, miró con esos ojos encendidos y ese rostro gris.
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33.       Autovía IP4
Una furgoneta blanca con una franja verde que cruza desde el capó al portón trasero circula por el carril izquierdo varios kilómetros por hora por encima del límite permitido. Policia Judiciaria. Los muertos esperan para siempre, los vivos están corroídos por la sed de justicia, que más bien suele serlo de venganza. La venganza no se admite en esta sociedad civilizada, sin embargo la justicia enmascara los mismos sentimientos bajo una permisible máscara que no avergüenza a sus partidarios ni a sus ejecutores.

44.       Mariza
En Aveiro los flamencos se sostienen ingrávidos sobre las salinas cercanas a la ciudad, queriéndose camuflar como juncos. Mariza flota boca abajo en el barro. La escena no tiene  más música que el viento del Atlántico y los coches de la cercana autopista. Quién, cuándo, cómo, dónde y por qué. El dónde está bien atrezzado. Faltan las cámaras que llegarán en varias horas, los arcos voltaicos y las cintas de colores. Sobran preguntas que nadie se hace porque sólo tú y yo lo estamos viendo.

55.       Piolho D’Ouro
Las mejores promociones de Medicina dejaron versos de sus hazañas universitarias grabadas en mármol  sobre las paredes del café. Las mesas corridas de madera oscura están rebosantes de estudiantes con capas negras sobre sus trajes y corbatas. No cabe un alma más, es viernes por la noche, la gente se frota las manos al entrar, el vino tinto encarna las mejillas y enciende las sonrisas. Alguien ha sacado una guitarra al fondo y empieza a sonar una canción, secundada por varias voces y muchas palmas. Las placas reflejan la juventud pero no la atrapan, sólo dejan constancia en letras doradas. Para atrapar la juventud hay que pedirle que deje la guitarra en el suelo, asirle la cintura y besarla profundo y suave. Así , a la mañana siguiente, en ocasiones quedan restos de perfume en la memoria y años después se magnifican. Cuando se vuelve al café y las mesas marrones están vacías, oscuras y brillantes quedan el beso y su perfume