viernes, 21 de enero de 2011

Mi nombre en partes de guerra

Viva, pues, mi reino menguante
(B. Clark)

La contienda ha terminado. Las radios hablan de nuevo, y de nuevo callan las bombas y las sirenas antiaéreas. Las calles se barren y se ensucian con pasquines de victoria y letras de derrota que nunca se van a escribir: no aquí, no ahora. Los ladrillos tienen marcas negras de fuego. Los cables del telégrafo ya no cuelgan rotos, pero siguen pinchados, siguen enviando mensajes en clave, siguen esperando los ojos espías y una pequeña indiscreción para salir a la luz.

Salgo a pasear con la esperanza de algo, aunque no sé bien de qué. El cielo es azul, ya no recordaba nada diferente del gris que techaba el refugio. La madera olía a humedad, la humedad olía a ratas, las ratas olían a gris, y el gris volvía a empezar con todo. Así pasaban las horas. De vez en cuando le daba cuerda al reloj, leía hojas amarillas, dormía soñando otras caras y otros países. En algunos sueños nos perseguían, nos escondíamos en naves de ganado debajo de chapas brillantes sabiendo que ellos, los otros, nos encontrarían, pero nos encontrarían escondidos, nos encontrarían en un último esfuerzo por escapar, no nos rendiríamos sin haber probado al menos una salida. En otros sueños visitábamos cabarets bélicos de aire decadente, con prostitutas y actrices que se intercambiaban los papeles, con soldados gastando la paga, limpiando el fusil, batallando.

Las caras de la gente son insustanciales. ¿Dónde está su victoria? Imaginaba sonrisas de portada y besos para un Pulitzer, cánticos y loas a los héroes. Tampoco está la derrota. ¿Entonces qué? ¿De qué ha valido esta lucha? Las calles arrasadas y los bloques de piso sin techo. Los cafés tapados con tablas de madera en los que han pintado consignas para henchir pechos. Paseo despacio por la ciudad, ya no hay nada de qué huir, nada que temer, nada, nada, ya no hay nada. El río baja marrón, la primavera es fuerte. La ribera era nuestro recuerdo, del cual tampoco queda nada, porque han talado los olmos. El centro, todo piedra, está convertido en arenisca. La catedral tiene aún parapetos de armamento antiaéreo en el tejado, que está lleno de agujeros. Entro, y miro el altar mayor que ha sido víctima de la iconoclastia. Ahora hay más luz, que entra desparramada al azar por los huecos del techo. Ya no hay lugar para rezar ni santos a los que dirigirse; puede que ya no sea necesario, puesto que hemos ganado.

Entonces, en la calle, te encuentro. Te encuentro y nos miramos, y tú ves un fantasma, porque me agarras, me zarandeas, me golpeas, me arañas y luego me besas. Así, un beso con sangre en el labio, la herida que no me he hecho en esta guerra me la haces con las uñas, con los dientes. Las heridas que no hizo la batalla las provoca la tregua. Me miras, me miras de nuevo, necesitas alejarte para verme en perspectiva, para que con un solo golpe de vista alcances desde los mocasines que llevo manchados de barro hasta el pelo.

Me dices que leíste mi nombre en partes de guerra. Que yo estaba muerto, dices primero que soy una alucinación y luego, para que la gente de alrededor no siga mirando, me besas, y salimos a un callejón lateral donde no paras de mirarme, de tocarme. Me dices que leíste mi nombre en partes de guerra, que yo estaba muerto, que me buscaste por todas partes y no hubo noticias. Que primero pensaste en una equivocación, en un nombre común que se repetía, pero luego, meses después, te rendiste a la evidencia. Que todo cuadraba. Mi desaparición, mi breve ausencia ya eterna para ti, todo encajaba en el esquema que tu mente construyó. Nadie de mi familia a quien preguntar, todos mis amigos en el frente, y mi silencio junto a una línea donde se leía inequívocamente mi nombre. Una línea de la que te alimentaste por las noches cuando sonaba la aviación enemiga y por el día cuando no sonaban más que las bombas.

Yo estoy totalmente callado, te escucho mirándote a los ojos mientras construyes para mí la historia que ocurrió a mis espaldas y que nunca salió en los periódicos. Te voy imaginando cada mañana en el desayuno racionado llorando junto a un retrato en blanco y negro. Tú construyes tu historia y yo hago la mía sin tener en cuenta la posibilidad de que ambos estemos equivocados. Me cuentas que por fin un día lo dejaste, sin saber por qué. Que te sentaste en el sillón y ya no pensaste más en mí. Que quizá una mañana aireando tu cuarto se cayó al suelo la hoja, y la barriste, o se quemó en un bombardeo, o se mojó un día de lluvia.

Estoy callado porque sé que la guerra no ha terminado, sé que no he ganado. Te escucho reconstruir la ciudad, te escucho frases coherentes, bien conectadas e irrebatibles. Te escucho, luego lloras, luego te vas, luego me quedo solo y me doy cuenta de que no es mi nombre lo que estaba en partes, yo estaba en partes, yo estaba en una mesa de disección brillante. No para el resto del mundo pero sí para ti, lo suficiente para ti como para que esta tarde haya perdido otra guerra. Y luego. Luego vendrán cartillas de racionamiento, piojos y catres oscuros con las botas de soldado raídas, sin armas. Luego vendrán los periódicos, las letras mayúsculas, las fotos y yo te veré tu nombre en otras hojas que acabarán siendo para olvidar, pero no mías.

jueves, 20 de enero de 2011

Cosas que me traje de Lisboa


Si te lo contara, tendría que asesinarte. Y no quiero asesinarte, no todavía, este tren es demasiado rápido y la gente lo oiría. Este arte requiere un poco más de tranquilidad, un banco junto al Tajo donde seamos dos desconocidos, aunque yo te conozca y te vaya a matar para robarte el certificado de defunción que llevas en la maleta. Pero seamos sólo dos desconocidos. Lo sé todo sobre ti, sé de esa mujer que te espera embarazada al otro lado de la frontera, y cómo lloraría si supiera que te vas a bajar en un apeadero del centro del país, en un pueblo sin nombre, para ser una persona sin nombre que vive una vida sin nombre. No. No. No, tranquilo, no te muevas, tienes todo el tiempo del mundo. ¿Conoces la lluvia? He caminado bajo la lluvia, he bebido bajo la lluvia. ¿Conoces la multitud? Me he abrazado con extraños, he gritado y celebrado con extraños, me han robado extraños y he robado a extraños. He escrito sonetos en el metro. ¿Conoces el metro? Llega hasta el mar. ¿Conoces el mar? Ven, ven, sentémonos aquí, quiero que recuerdes este atardecer de enero. Me han dicho que lo recuerdes, que tienes que recordarlo. Y luego yo tengo que hacerte dejar atrás tu vida con una llamada. Si te lo contara todo, tendría que asesinarte, y te lo estoy contando todo, la verdad. Por eso voy a tener que acabar con todo. ¿Has visto todo lo que dejás atrás? Este café torrefacto portugués que cabe en un dedal, este pastel de Belém. Huele a canela y azúcar glase. ¿Lo hueles? Eso es parte de lo que dejas atrás. Y luego amanecers brillantes y otros lluviosos que seguirán saliendo para joderte aunque no estés, y aunque yo tampoco esté. Vinilos de Pink Floyd encontrados en tiendas de segunda mano. Tu adolescencia en esa maleta que voy a cargar yo cuando me baje del tren en Hendaye. Un niño jugando a adulto, como tantos otros. Verás, mi padre siempre que me hablaba de Lisboa me contaba historias de espías de la Segunda Guerra Mundial, del puerto donde ahora sólo hay brasileñas de fiesta y copas malas. De Sagres y Superbock. De contrabando y misterio. ¿Ves? Me lo terminé creyendo y tú ahora tienes que pagar por un solo error que cometiste. Ni siquiera me pagan por nombrarte tu error, sólo ocurre que soy un nostálgico del asesinato en primer grado, de Agatha Christie y Conan Doyle, y quiero que tu cerebro trabaje, que pienses en toda tu red de contactos, todos tus pasos del último mes, todas las llamadas y los mensajes en clave, todos los lugares donde has estado y todos los deslices que me han hecho encontrarte por fin esta tarde. Tienes dos minutos para ir a cagar y rezar un padre nuestro antes de que nos subamos al tren. Sé que no fumas, sé que bebes. Lo sé todo sobre ti y aún así somos dos desconocidos, y después de que te haya borrado, volveremos a serlo, aunque por un momento, quizá en el último momento, nos reconozcamos, me reconozcas, enlaces cada uno de los cabos sueltos, pienses en la novela que podrías escribir si yo te dejara escribir esta historia, y después en silencio quierrás que un solo error no te hubiera condenado, pero lo ha hecho. Termina ese café, regresamos.

miércoles, 5 de enero de 2011

retorno


Estás igual que en mis recuerdos. No, no te muevas, dejame mirarte despacio, de arriba abajo, dejame tocarte, deja que te pruebe y te huela, que me sacie un poco de ti, que te acaricie por la noche y desayunemos por la mañana un dedal de café y un bolo de esos. ¿Ves la lluvia? Deja que caiga, caminaremos juntos y empapados, como en las buenas historias. Luego me iré, me iré en silencio y sin mirar atrás, pero sabes que he de volver, y que ahora me tienes sólo para ti, tienes mis 22 años y un poco de dinero para vivir juntos cinco días que no van a cambiar el mundo, pero que cuando esto se termine, nos habrán cambiado a los dos.

lunes, 3 de enero de 2011

The life and death of R.

A la memoria de R.
Sit tibi terra levis.


Siete meses pueden ser muchos o muy pocos. ¿Cómo saberlo? Todo mundo debería vivir un entierro en Videmala, conocer el mismo escalofrío en la espina dorsal que se te clava como alambre sea agosto o enero, y sin embargo nadie debería tener que escuchar las palabras de consuelo al oído ni saber lo saladas que son las lágrimas y los abrazos, los golpes en la espalda. El atardecer de fuego, el silencio entre las piedras del pueblo que se muere despacio, por arriba y por abajo, las nubes de plomo y el cielo que no escucha. Desde casa se ve el cementerio. A veces me he acercado allí, nunca de noche. Carne de mi carne, tierra de mi tierra. Las cenizas se van a las cenizas, cómo no sentir que lates allí debajo, que cada cerezo en flor lleva un poco de nosotros. Los pasos resuenan en invierno entre las calles estrechas, no están todas las canciones que hemos cantado porque nuestras voces respetan la quietud del aire que se ha parado, no están las palabras que escribimos en las paredes porque nuestras letras respetan el dolor que no es de uno solo, sino de todos. Y todos bebemos en la misma fuente, entre los bancos de madera de la iglesia, de pie, sin mover los labios diciendolo todo, rozamos los hombros como si fueramos uno solo, cada vez menos, cada vez más débiles. Escuchamos los estertores con los oídos tapados, nos miramos a la cara intuyendo la verdad. Sabemos que han de venir mejores días y noches, que fumaremos un Cohiba mirando las estrellas en la Era, que vamos a reír y beber por lo breve que es el tiempo, brindando por las arrugas que cultivamos, igual que nuestros abuelos araron los campos que ahora son de las jaras y las piedras con musgo que miran al norte. Pero hoy no es ese día, nos revolvemos y hablamos de nada, porque cuando intuyes que no puedes decir palabras útiles, que no puedes entender aunque te lo expliquen, cuando intuyes que no sabes quién eres ni a dónde vas, ni qué extraña clase de justicia rige el mundo, sólo te queda callarte y ver cómo se cuela el sol entre las nubes y las colinas y lanza los últimos pedazos de luz dorada sobre las piedras de la iglesia que nos sobrevivirán y enterrarán a todos, porque el último entierro que vamos a vivir en Videmala será el nuestro, con el castigo de escuchar entre tanto cómo doblan por quien no deben, de pasear por el barro y los charcos sin niños, sin viejos y con los que quedan entre medias cada vez más gastados. Viendo una vez más en el pueblo oscurecer, sin tener nada claro, como siempre. Siete meses pueden ser muchos o muy pocos, pero es injusto. Las cenizas se van a lascenizas, y si hay un cielo o un infierno, nosotros sólo podremos seguir brindando en la duda. Mañana amanecerá, aunque llueva, aunque no deba.