Lo confieso, soy aquel que no pudo con "Cien años de soledad". Soy el hombre que se perdió entre las matas de la jungla y se le derritió el hielo antes de llegar a Macondo, y me siento absolutamente culpable de todos los cargos al Nobel que quiera aplicarme este pelotón de fusilamiento delante del que recuerdo, como en una sucesión amable de diapositivas en Power Point, todos los días de mi vida y todos sus libros, desde mis primeros ejemplares de "El Gusanito de la Manzana" hasta "Qué son esos caballos que hacen sombras en el mar" del siempre clarividente Lobo Antúnes.
Lo confieso, señora, y no me mire así, que su hijo también se droga. No soporté a ese prohombre de las letras hispánicas más allá de la centésima página de su obra maestra, todo lo contrario que me ocurrió con ejemplares menores como el inútil resabiado de Lorenzo Silva o la reiterativa Matilde Asensi, cuyas lejanas obras y prosa mundana consiguen ese reto de atraparme desde la primera a la última página.
Lo confieso, disparen, de vez en cuando me dejo caer entre los mitos de la Literatura Universal y me bebo de un trago a Stefan Zweig, al oscuro Camus, al reversible Cortázar o al póstumo J.K. Toole que me provocan los mismos escalofríos que una chica a la que me quería follar, la cual, una noche en París, me contó que era capaz de llorar mientras leía las páginas finales de "Cien años de soledad", que en sus oídos resonaba una gran orquesta sinfónica y se le ponían los pelos como escarpias. Nunca me la follé, porque no terminé con Gabo, así que, señores del pelotón, disparen.
Pero antes déjenme echarle el último vistazo a mi volumen preferido de "El Gusanito de la Manzana".
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