jueves, 15 de marzo de 2012

Zona Azul

El guardia de aparcamiento conoce la tristeza absoluta mejor de lo que tú y yo nunca lo haremos. Él pasea arriba y abajo las calles de la ciudad, pero son siempre las mismas calles, y nunca puede salir de ellas. Conoce cada farola por su nombre, ha bautizado todas las papeleras con colillas de Chesterfield, sabría cerrar los ojos y orientar el olor de cada contenedor de reciclaje. Memoriza los hábitos de tráfico. Sabe qué Audi aparca en qué lugar a qué hora, y también hasta cuando. El guardia de aparcamiento es el esclavo perfecto de la rutina, nunca se enamorará de nadie que le canse por monótono, porque él sabe lo que es la monotonía. Conoce todos los instantes que oscilan entre las 9.00am y las 8.00pm. Vive encerrado en el mismo día cada día. Sabe lo que es la auténtica tristeza porque se alimenta del pecado. Se alimenta del despiste de aquel que no vio una línea azul debajo de la rueda delantera. Se alimenta de la pereza de quien no quiso acercarse al centro de la ciudad caminando. Se alimenta de la avaricia de aquél que no quiso gastarse treinta céntimos porque sólo iba a estar cinco minutos estacionado. Se alimenta del egoísmo del que reclamaba las calles para sí mismo y nunca para el Ayuntamiento. En general, está henchido del mal ajeno y, como si de un moderno inquisidor se tratase, merodea con un hambre vampírica de pecados, merodea arriba y abajo. Él fue una vez alto, esbelto. Él una vez sintió que su uniforme en colores fluorescentes y letras blancas le convertía en atractivo. Pero ahora no. Ahora está encorvado, ennegrecido de tanto estar al aire libre. De caminar con las manos cruzadas a la espalda. Ahora no, ahora no cree ni en sí mismo ni en nadie, porque necesita no creer en nadie: si no cree en nadie está convencido de que los pecados ajenos se retroalimentarán, y eso le hará más grande dentro de su pequeña inmundicia de cardenal apóstata que no cree en el perdón. No cree en el perdón, porque si existe el perdón, por 3 módicos euros se puede echar a perder una multa de 30 que él ha buscado ansiosamente a lo largo de toda la mañana. Si existe el perdón, el guardia de aparcamiento deja de existir, porque dejan de existir las multas, deja de existir el castigo divino, deja de existir el cielo y el infierno, dejan de existir las líneas azules y las verdes y las amarillas, y entonces, sólo entonces, el Universo sería una terrible y tremenda y enorme línea blanca donde todo el mundo podría aparcar y nadie cometería infracciones y el guardia de aparcamiento se despierta sudando del sueño. Y de pronto. Se despierta sudando del sueño. Está solo en la cama. Conoce la monotonía, conoce la tristeza, conoce la soledad. Se asoma a la ventana, y a la luz naranja de las farolas reconoce el color azul de la línea que circunscribe la acera. Sonríe, con un poco de malicia, y se vuelve a acostar sabiendo que mañana el mundo le necesitará de nuevo.

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