/fill the night with stories/the legend grows
Nos conocimos una noche cualquiera, en un bar cualquiera de esta ciudad, que como suponéis, bien puede ser una ciudad cualquiera. Yo la tengo aún en mente, concretamente grabada eléctricamente en algún lugar de mi memoria, que es un ente selectivo pero modulable según las percepciones. No faltó la química del etanol en nuestro primer encuentro, y aunque al principio lo nuestro no pasaba de ser algo físico, como podéis suponer a estas alturas, ella era de ciencias. Yo por aquel entonces trabajaba en el alambre.
Concretamente, reponía los cables subterráneos de alambre de cobre que llevaban la luz. Un mono azul butano y unos guantes aislantes, unas botas con suela de goma. No me estresaba demasiado, pero por si acaso escuchaba los AC/DC para liberar tensión. Ella menospreciaba un poco mi manual actividad, y yo pensaba que si supiera toda la verdad de las manos quemadas que tenía, se echaría para atrás. Pero callaba, en pro de lo nuestro. Comenzamos con el intercambio de electrones quitándonos el jersey de lana en pleno enero y sacando chispa de la noche, que llenaba la oscuridad de nuestra habitación de pequeños destellos crepitantes. Luego el intercambio fue de fluidos, ella me decía al oído que había ordenadores que sacaban dinámica computacional de todo aquello, acariciaba mi espalda y hablaba de mejorar mi penetración en el aire, de hacerme aerodinámico. También hablaba de penetrarla en el aire.
Fue más tarde cuando descubrí que aquello era peligroso, pero nos gustaba. En mis ratos quirúrgicos libres, y con la ayuda de algún manual de consulta, yo lo llamaba el síndrome de la valla eléctrica. Porque ella (que, como a estas alturas queda claro, llevaba el mando y cambiaba de programa a su antojo) decidió que debíamos ponerle unas reglas al juego. Aquello era un juego, repito. Las reglas no eran muy difíciles. Poco más de lo que supondría un pequeño esfuerzo.
No cruzar en verde los semáforos. No desconectar la lavadora si está centrifugando. No hablar en voz alta más allá de las 3 de la mañana ni antes de las 8. Llevar los jueves una prenda verde. Poner todos los calcetines en el quinto cajón de la cómoda. Sólo buscar frecuencia modulada en el coche. Caminar por la acera izquierda siguiendo los números impares. No pisar las hojas verdes recién caídas. Sólo canales neutrales ideológicamente en la televisión. Sólo periódicos cuya tinta no se pegue a los dedos. Prohibido cantar los goles del contrario. Canciones con letra en alemán.
Conectó a mis pulgares y a mis dedos gordos cuatro electrodos e hizo lo propio con ella. Al menos, nunca podré negar la evidente igualdad. Luego llevábamos en la cintura una batería como esos micrófonos inalámbricos. Si alguna de las normas se incumplía, unos cuantos voltios se descargaban sobre nuestro cuerpo. El de la otra persona. Si todo lo anterior sonaba perverso, esa, esa era la verdadera vuelta de tuerca. Sufrir en la carne los errores del otro. Cada pequeña quemadura negra que iba trazando una constelación era el recuerdo diario. Empecé con ilusión pensando que podríamos aprender, aunque fuera despacio. Y que se irían reduciendo los chispazos.
Pero llegó el día que no fue así. Que llegamos a la cocina. La ropa negra, las manos negras, los ojos negros, sus ojos negros. Y nos miramos. Lo supe. Lo supe. No nos dirigimos la palabra, sólo la mirada, la mirada, aquella mirada. Dormí en el salón, sobre la alfombra, con la esperanza de prenderla. Y ella debajo del nórdico de plumas. Encendí la televisión y canté cada gol del 2-6 como si fuera la final del Mundial. Ella se levantó y fue al cuarto de baño. Puso tres calcetines (impar, siempre impar) en la lavadora, y a mitad del centrifugado lo detuvo. Luego los puso en el quinto cajón de la cómoda. Yo abrí de par en par el Marca. Salí a la calle, la 1 de la mañana, 3 grados bajo cero, y yo ardía. Esperé con toda mi paciencia a que el semáforo se pusiera verde, mientras recibía dos descargas más (que nunca supe que eran por escuchar la banda AM en la radio, y por recitar a Brecht y su Ópera de los Tres Peniques).
Bajé hasta el río. Los cables me habían carcomido la piel y tenía caminos quemados por mi espalda, que se cruzaban como hilos de araña. Estaba en medio del Puente de Piedra. Tirar del cable. Tirarme. Me daban vueltas y descargas (jueves, ella vestida de rojo marino) Sentía cada electrón a traición, cada milivoltio multiplicado, mi tálamo explotaba en sensaciones multicolores. Mis pulgares sangraban. Buscaba el botón de autodestrucción en el abdomen. De pronto, todo se detuvo. Ella había bajado con el coche, conociendo de memoria mi camino. Ella se bajó del coche. Ella me quitó las pilas, sin hablar. Ella se subió al coche. Ella me dejó allí. No llovía. No era romántico. No era poesía ni nada sobre lo que valga la pena que Garcilaso escriba. Pasaba más gente. Gente que no miraba. Gente que no ha recibido nunca una descarga eléctrica por odio. Ni por lujuria. Ni por resquemor, ni por venganza. Gente que pasaba, que no miraba.
Ahora yo reparo televisores y mi pulgar izquierdo no tiene uña, y me duele al calzarme. Y de vez en cuando, cuando no siento nada, me paso un cable por el pecho y aprieto un poco para que al ponerme el pijama la noche se haga un poco de crepitaciones y de odio, y de olvido, y de electrones en cadena.
No hay comentarios:
Publicar un comentario