Buscaba un Opel Corsa blanco del 85 por la ciudad. Como el que ella tenía. Buscaba un Opel Corsa blanco del 85 por la ciudad para que le atropellase. No que le atropellase ella. Al menos, no necesariamente. Porque quería que ella lo viese rebotar contra el parabrisas y saltar un par de metros. Estaba todo ensayado. Había grabado en vídeo la escena varias veces, había mejorado su técnica de caída sobre los pasos de peatones. Incluso había veces que le quedaba niquelado, justo sobre la luz verde del semáforo, de modo que no sólo actuaría de miedo, sino que incluso le sacaría toda la pasta al seguro.
Buscaba un Opel Corsa blanco del 85 por la ciudad. Caminaba concentrado y se aprendía de memoria las líneas de autobuses, se miraba en los escaparates, silbaba la radio. Y por el rabillo del ojo controlaba el tráfico. El Opel Corsa blanco apareció una tarde en el cruce de su calle con su panadería. No era ella, de modo que no hizo amago de lanzarse al paso de peatones. Se quedó parado en la acera, apuntó la matrícula mentalmente; los niños lanzaban balones a la calzada, las gaviotas cagaban en el paseo marítimo. Se pasó la tarde dibujando en servilletas de papel las diferentes trayectorias. Incluso utilizó el sistema métrico decimal y las reglas de tres para sacar tiempos y velocidades. Se pasó toda la tarde pagando cañas mientras retocaba los aspectos más sutiles del plan. Un Opel Corsa blanco, ella, o no ella. Pero si no era ella, se volvía cobarde, no se lanzaba al coche, no daba la voltereta con el mismo afán. Y eso había que mejorarlo.
Buscaba un Opel Corsa blanco del 85 como el de mi padre por la ciudad. Llevaba los pantalones vaqueros para evitar quemaduras, pero sin rodilleras, que eso no era de hombres. Los hombres se caen y se levantan. Los hombres se pelan las rodillas, y siguen. En su mente reconstruía despacio la secuencia de hechos, y pensaba con pesar en aquel del otro día al que dejó escapar. Se escapaba y se escapaba y se escapaba. Y con él, se escapaba ella, se escapaba la pasta del seguro, se escapaban el semáforo en ámbar y las rayas. Compraba un croissant de chocolate, pensaba en cine de Wong Kar Wai que no había visto en la vida, escuchaba a Marvin Gaye en el hilo musical.
Un Opel Corsa blanco del 87 bajaba por la calle. El semáforo estaba en verde. La matrícula estaba doblada. El doble de las escenas de acción saltó por encima del capó con vaqueros azules, con botas de cuero y aterrizó al otro lado con el croissant y el dvd de Hierro 3. Se reía, pensando en que podría haber sido un gran error, que el Opel Corsa no era ese, que seguiría con suficiencia buscando el coche blanco y la manera del atropello. Sin embargo, nadie en el registro le había dicho que dieron de baja antes de ayer el último de aquellos modelos, y que si quería liarla así, tendría que irse a Pucela.
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