miércoles, 31 de marzo de 2010

Pertinaz sequía

A mi ex-novia de Murcia, y a las demás.


Tuve una novia de Murcia que me dejó porque yo no paraba de llover. Llovía en el desayuno, dejando inservibles las tostadas, y la tostadora también, que a punto estuvo de electrocutarnos varias veces porque mientras yo la abrazaba por detrás intentando sorprenderla con un beso detrás de la oreja, ella enchufaba el aparato a la corriente alterna. Me miraba con cierto recelo cuando yo me ponía a llover leyendo el periódico, y las letras se diluían como en los poemas de verdad, pero no eran poemas, sino políticos, deportistas, economistas, telebasureros, deshechos en un pequeño río negro que dejaba perdido el suelo de la cocina. Ella me miraba con recelo.

Me dejó, lo sé de sobra años después, me dejó porque yo no paraba de llover. Y claro, me echaron del único trabajo que había podido conseguir, de pocero, limpiando detritus de las alcantarillas. Ella nunca se opuso a que volviese a casa oliendo a la mierda que toda la ciudad había tirado por su retrete; es más, siempre fue comprensiva y asumió esa parte como algo necesario para el bien común (el nuestro y el de la ciudad). Lo que no podía asumir eran mis continuos accidentes laborales. Los resbalones ocasionados a mis compañeros por todas las gotas que se me iban. Una mañana de deshielo en abril incluso provoqué una avalancha, que se llevó a uno de ellos, cuyo cadáver apareció en Oporto. La viuda no me culpó, se mostró entera, incluso me hizo saber al oído que él adoraba Oporto, que fue un final bastante feliz. Pero yo tuve que dejar el trabajo, los burócratas empezaron a murmurar, y sentía hirviente la culpa, a cien grados más o menos.

Como yo no dejaba de llover, las comidas y las cenas eran otro espectáculo dantesco. Notaba agriarse su carácter cada vez que una sopa salía más aguada de la cuenta. Cuando el pan estaba blando, su sonrisa se iba apagando. Yo siempre fui consciente del problema, de mi problema, incluso puse de mi parte por solucionarlo. Paraguas de poliuretano irrompible, fibra de carbono. Calendario Zaragozano. Traté con los mejores chamanes de la Jungla Amazónica. Vadeé ríos en la Sabana Africana buscando algún mal de ojo contra mi buena suerte. Rompí entre conjuros satánicos estampas de San Isidro y de Santa Bárbara. Recorrí las llanuras de Aliste en busca del curandero de Trabazos y su potingue milagroso.

La cama era un mar de colchones chorreantes, antes después y durante el amor, durante los sueños, que no podían ser sino húmedos, húmedos y recurrentes con ríos caudalosos, durante la conversación y el cigarro que nunca se encendía pero tampoco provocaba incendios. La cama eran sábanas blancas en el balcón al amanecer a lo largo de todo el año, esperando la mañana que las secara, pero Diciembre dejaba las mantas rígidas como placas de hormigón que iban pesando algo más hasta marzo, que nos traía chubascas. Mayo era la solución hasta Octubre.

Mi novia de Murcia se mostró feliz cuando visitamos a sus padres en Espinardo. Se mostró feliz porque sus padres se mostraron felices. Hacía quince años que no veían llover. Estaban felices. Yo estaba feliz, podía hacer feliz a la gente. Pero luego descubrí que ellos sólo me querían para que regara las macetas de marihuana que tenían en el patio. Eso les hacía más felices. Eso a mí no me hacía feliz. Supongo que la gente habla de eso cuando dicen que nunca llueve a gusto de todos. Me quedé en el patio mientras ellos tomaban el café en salón, entre murmullos paternos de aprobación a nuestro enlace.

A la vuelta a Zamora, me dejó. Me dejó después de que jodiera la tapicería de cuero de su coche. Y lo mejor es que yo dejé de llover, dejé de llover en cuanto empezó a llover ella, en cuanto todos los reproches por las sábanas y los colchones fluyeron por su boca, fluyeron las horas perdidas fregando, soportando el agua sobre su piel, que se arrugaba y se agrietaba cada día un poco más. Sus dedos rugosos intentaban detener las gotas, y no podía, yo la miraba con cara de estratocúmulo elevado de cuerpo blanco y bordes grises, fluía poco a poco desde la atmósfera viciada, y el suelo a nuestros pies empezaba a oler a ozono, el coche se llenaba de manchas de barro, ella seguía fluyendo, y yo temía que se secara su Albufera y todas las aves migratorias pusieran rumbo al sur, pero, ¿acaso podía hacer algo más?

Yo ya no llovía, tenía mi cara de pertinaz sequía, pensaba en Murcia, en sus padres y sus plantas de marihuana, en mi egoísmo, quizá mi egoísmo por no haber querido quedarme allí, quizá egoísmo o quizá era su culpa por hacerme sentir egoísta, porque mientras ella fluía, yo me secaba, era Agosto. Pensaba en mis Tablas de Daimiel, en mis Arribes del Duero, en sus ojos del Guadiana, era barrancos y era llanuras. Me quedé en aquella cuneta de la nacional 630, donde la tierra aún estaba agrietada, y años después aún la busco entre los pictogramas de la Meteo que ofrecen tras los telediarios, he ido trazando un mapa con sus anticiclones, un mapa que son mil garabatos sin sentido, las isobaras no me dejan dormir, y ahora que mi colchón ya no tiene agua, se me han ido terminando uno por uno los sueños húmedos. Por eso tengo una planta de maría en el balcón.

1 comentario:

mar_ti_tras dijo...

Creo que después de mucho tiempo... has vuelto :)

Encanta(s)me

te conté que tuve... :)

:)*