martes, 18 de octubre de 2011

No sentir los hostales

He said: "Pete, we cannot undo the things we've done"
(B. Springsteen)


Hubo un tiempo como cualquier otro, salvo que era el tiempo de la culpa y tú y yo ya no vivíamos juntos. Yo vivía en hostales donde una meretriz servía sopa a las nueve de la noche. El televisor apagado y los huéspedes hablaban de todo, o no hablaban, y daba lo mismo. La prostituta engolaba la voz y apretaba los pechos contra nuestras cabezas cuando nos servía la sopa, pero yo pensaba en ti, pensaba en el tiempo de la culpa. Los huéspedes cambiaban, y los hostales cambiaban. Incluso cambiaban las putas, pero yo no cambiaba.

En la sopa de letras yo escribía tu nombre y el mío en frases copulativas que nunca ibas a leer, pero que nos acercaban. Allí jamás hubo signos de puntuación, salvo que se hubieran quedado en la olla pegados fideos como guiones y granos de arroz que fueran comas. Los trozos de carne liofilizada hacían las veces de párrafos en los que te hablaba de tragedia y los huesos de pollo eran puñales para lanzarnos por debajo de la mesa. Un día la prostituta que regentaba el hostal Maria Antonieta me descubrió y montó en cólera. Aquel era un hostal decente, allí nadie escribía sobre sexo con la sopa. Allí había sexo sucio por un precio limpio. 

Pasé una semana más en el hostal María Antonieta. No salí de la habitación en ningún momento. No baje a ingerir la sopa bajo la atenta mirada de aquel engendro que una vez pudo haber sido una mujer. Al séptimo día ella llamó a la puerta de la habitación. Respondí con voz cavernosa, después de no haber dicho una palabra en tanto tiempo. Adelante. Ella pasó, disfrazada para la ocasión con un corsé rojo. Sus pechos rebosaban las débiles paredes almidonadas y los cordones de la prenda. Me dijo: soy María Antonieta, y este es mi hostal, y por qué no has bajado a comer la sopa. Los demás pensaban que estabas muerto, pero yo sabía que no lo estabas, te miraba por un agujero que hago en la pared de cada habitación y te veía vivir. Soy María Antonieta, este es mi hostal, hazme el amor. 

Reprimí el vómito y la carcajada, las ganas de irme y quedarme y cortarme las venas. María Antonieta empezaba a desatarse el corsé y sus pechos eran ánforas romanas que llevaban doscientos mil años de herrumbre en el fondo del Adriático. Le dije: detente, María Antonieta, si es que te llamas así, detente y escucha mi triste historia. Le hablé de ti mientras me arrullaba contra ella. Por eso no querías comer la sopa, decía, por eso jugabas con los granos y las cucharas. Le conté todo sobre ti como si te hablase a ti. 

Yo sabía que ella no me entendería si le hablaba del tiempo de la culpa. Los tiempos estaban ordenados en el cajón cronológicamente, por tamaños, fechas y abreviaturas. A veces entraba a verlos. El tiempo del comienzo, el del final, el de los cines y los parques, el de no sentir las avenidas, el de las sartenes sucias. Le hablé de ti a aquella mujer travestida. Ella decía que no llorase, que los hombres no deben hacerlo. Me llamó maricón y quise tocarte otra vez, por eso la toqué a ella. 

La toqué a ella. Eso fue un error, porque ya no hubo marcha atrás. No se detuvo hasta que no me ató, me deshizo, me hundió. Yo cerraba los ojos y pensaba en tu cara. Tu cara perfectamente ordenada en el tiempo y el espacio. Pensaba en ti y en la culpa, en la casa que ya no compartíamos, en todas las letras que quedaron por pagar del coche. Mientras los ciento cincuenta kilos de Maria Antonieta subían y bajaban sobre mí pensaba en la mañana que me enseñaste el Gernika y me hablaste de la guerra. Todas las guerras se parecen. 

María Antonieta había perdido el sentido cuando llegó al orgasmo. Los franceses llaman a eso la petite mort. Pero ella no se movía. Se había desmayado encima de mí. Ciento cincuenta kilos de grasa sobre mis apenas sesenta y cinco. No puedo moverme. Sus senos ya no son ánforas, son dos icebergs que me aplastan la cara. Ahora sé que voy a ir de aquí sin verte de nuevo. Estoy boca arriba como cuando te tenía a ti, diosa, encima y nos reíamos de la vida. La muerte en forma de prostituta se ríe de mí. Me insta a despedirme. Estoy aquí tumbado, diosa, tumbado me voy a quedar, ya no siento los pies ni siento las piernas ni siento mi corazón fibrilarse, ni sentiré los hostales apagarse, no volveré a escribir frases copulativas como cuando me echaste de tu casa por una ventana. Cuando me echaste por la ventana, cuando volamos por la ventana. Y ahora ya no lo siento.

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