Una vez, nena, te conté que el principio de indeterminación de Heisenberg era el culpable de que tú y yo nos hubiéramos encontrado, pero te engañe, cómo no hacerlo con esos ojos que te proclamaban perdiz y a mí cartucho, yo te mentí, y no lo niego, porque en realidad el principio de indeterminación del tal Heisenberg lo que dice es que si corro más para llegar a la hora contigo en esta tarde con la que está cayendo me voy a calar más de la cuenta.
No, no me pongas esos ojos. Asúmelo. Yo lo asumí. Es fácil, si lo piensas. Piénsalo, atrévete. La lluvia cae en vertical, más o menos. Supongamos un día de viento cero. Porque mi padre decía que llueve cuando el viento se para, siempre me acuerdo, me acuerdo sobre todo cuando el viento sopla tan fuerte que me vuelve del revés el paraguas con sus varillas y su tela y toda esa clase de artificios que tan adorable hacían a Mary Poppins. Bueno, que la lluvia cae en vertical. Y tú caminas, caminas como Homo Sapiens que eres, caminas erguida, erguida tú, erguido yo, eso nos diferencia entre nosotros, y lo otro nos diferencia del Australopithecus. Si la lluvia cae en vertical y nosotros caminamos perpendiculares al suelo, o sea, verticales, apenas nos cruzaremos, ¿no?
Bien, pues ahora planteate que me pongo a correr en medio de la lluvia. Mi trayectoria se vuelve paralela al suelo y perpendicular a los varios millones de proyectiles que caen, que me van a alcanzar sin remisión y sin capucha. Ahí entra el principio del bueno de Heisenberg. Que nunca sabes dónde va a caer la gota, así que las probabilidades de que te caiga encima son mucho menores si caminas tranquilamente que si te pones a correr como toda esa panda de estúpidos.
Vale, de acuerdo. Que lo siento. He llegado un cuarto de hora tarde, como de costumbre. Pero no tengo capucha, comprendeme, y ya te he mentido mucho, y ya me he calado, y ya está la ciudad llena de gilipollas que se han puesto a correr en cuanto han visto cuatro gotas.
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