Me he encomendado a la patrona del mar para cruzar el desierto. Es cuestión de océanos e islas: debajo de las sábanas se acumulan las tormentas, la niebla está sobre las dunas, y nosotros atravesamos esas dunas aunque te duermas mientras yo busco el norte de la autopista con las luces, pero el norte no está en ninguna parte. ¿Dónde está el norte, mientras paseamos bajo el sol en la gran ciudad? ¿Dónde está el norte, encerrados en el salón de hielo? Da igual, duerme, sigue durmiendo; te llamaré desde el peaje, como te prometí hace tanto. Cuando cojas el teléfono no vas a encontrar más despertares difuminados en la ventana ni yo voy a encontrar lunes por la mañana en la estación. Hoy que ya no hay tormenta ni mares ni desiertos, sino que está la tarde despejada, me vuelves al subir la marea, aunque sé que no estais ni tú ni tu pingüino paradójico, seguramente estareis cruzando el polo en trineo o nada más que un paso de peatones entre caras que no conozco ni me interesa conocer: a mí lo que me interesa es secuestrarte en el asiento del copiloto y besarte sólo cuando el semáforo esté en rojo, de modo que voy a seguir toda la noche dando vueltas por las avenidas más transitadas, buscaré los atascos más largos. Podremos ver el reflejo de los coches en el tejado si levantamos la vista, si cerramos la boca podremos escucharnos más cerca; nunca te he contado que leo tu espalda en morse durante la siesta de las tardes de domingo. No te voy a pedir que me salves de ellas, porque se han inventado para darle sentido a los suplementos del periódico y a los telefilmes, para que nos conozcan los sofás y los bombones. Que cualquier día es fin de semana, igual que en las vacaciones de verano. Aunque ya no estés aquí, yo, de haber sabido que en este mar de agua, frío, niebla y arena solitaria las vistas merecían tanto la pena, me habría echado a navegar hace años.
No hay comentarios:
Publicar un comentario