lunes, 16 de marzo de 2009

Yo, y mi yo



Yo tengo mis ganas de escapar hartas de irse, tengo mi mochilla llena de sitios y de polvo, y mi yo no tiene un sitio para sentarse tranquilamente, y poder decir que ha descansado esta noche. Yo tengo los ojos que me bailan, la vista cansada de descansar sin posarse en letras de verdad, de intentos de los que saben que lo saben, y mi yo tiene los brazos machacados de pillarselos con la ventanilla de cristal para respirar más alto. Yo tengo los nudillos resecos y traqueteantes, aunque no tanto como otros, y mi despertar de cada mañana es una basura que me quiere devolver a la cama, y mi yo me dice que me levante y nos bajamos juntos con música de antesdeayer, por qué nadie me ha dicho nada. Yo tengo las dudas y las respuestas, y mi yo tiene los miedos y las respuestas, y cuando nos juntamos yo y mi yo hablamos del vacío que nos hace no saber nada y tener miedo, pero si yo y mi yo nos callásemos lo sabríamos todo.

Es entonces cuando vuelvo a la realidad, para darme cuenta de que yo lo que me tengo es a mí mismo encerrado entre todo lo que escribo, lo que miro y lo que callo. Me da pena, a veces, vaciar botellas verdes en vasos transparentes, porque al día siguiente me vacío yo mismo en tazas de porcelana blancas. Es entonces cuando vuelvo a la realidad y me saturo, y me doy cuenta de que mi madre me está dando calor en la mano, y a veces eso es todo lo que necesitaría, porque gasté tardes enteras divagando sobre la felicidad, haciendo filosofía de cajón de pino, sin cantar ni una sola vez himnos de derrota y disuasión desde lo alto de mi cama, sentado en mi silla de fieltro verde, y las risas se apagan al otro lado del tabique de ladrillos. Yo me río, en cambio, cuando me da la gana, y si no he llorado es porque nunca se me ocurre qué pensar.

Le contaba ayer a mi sobrina de diecinueve meses, paseando por el casco antiguo, las sutiles diferencias entre el bien y el mal, lo blanco y lo negro y todo lo gris, e incluso de los sentimientos y el sentido de la vida. Le conté que el Duero muere en un infinito de agua, pero que aquí ella sólo podrá ver un hilo verde. Nunca sabré si me entendió, o quizá lo entienda cuando yo esté callado y ella tenga, como yo ahora, veinte años, y toda su cabeza sobre sus hombros. Lejos, muy lejos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

...Odio los himnos de derrota, solo arrastran a la autocompasión y a la amargura, allí donde tanta gente se encuentra agusto, en ese sitio desconocido...al menos para mi ,y me alegro de que para ti también.Muy solemne, si señor.

¿¡VEINTE AÑOS!?...confirmas la regla.