Parte 1
II. En esta vida hay dos clases tipos de persona: los buenos, y los hijos de puta. Él era uno de ellos
Me encontré a la viuda de Joe el gerente la tarde siguiente. No existe la casualidad en ninguna ciudad del mundo, pero menos aún en las pequeñas. No existe la casualidad, porque me encontré a su viuda después de dos horas paseando por la avenida donde estaba la Central. Ya no había un Alfa Romeo negro aparcado enfrente, pero reconocía los coches de servicio y reparto, que no habían cambiado. Notaba algo en la espalda, que habría podido ser un cosquilleo si yo tuviera nostalgia por los años que viví allí, pero que más bien fue sudor frío, de ese que sale cuando llevas todo el día de pie con demasiada ropa encima, sin sentarte a comer ni leer ni fumar ni beber ni escribir que tienes un sudor frío en la espalda que se puede confundir con la nostalgia si no estás bien preparado. Anna seguía siendo rubia. Las mujeres sólo pueden envejecer de dos formas: mejorando o empeorando. Anna era de las primeras. Dos cosas me llamaron la atención. Las gafas como único signo de luto, y los aproximadamente diez kilos menos que pesaría. A ella tampoco la había visto en todo el año pasado. Qué bien le sentaba estar viuda, a lo mejor hasta tenía tiempo para un café. La alcancé de frente.
Anna. Qué tal. Me enteré de lo de Joe. Lo siento.
Gracias. Gracias.- gafas de sol, quince kilos menos.- Gracias.
Cómo lo llevas. Vaya, qué estúpido, cómo lo vas a llevar. Pues nada, cómo va todo.
Bien, seguimos adelante. Jeff y yo seguimos adelante. ¿Cómo te va a ti? ¿Qué tal tus padres?
Todos igual, ellos siguen en casa, con obras, entretenidos. Yo vivo un poco lejos de aquí. Aguantando. Me tengo que ir, igual paso algún día por la Central con algo más de tiempo. Cuidate.
Entonces se acercó y nos besamos en la mejilla como ordena el actual protocolo interpersonal. Su mano me tocó la nuca, la piel de su mejilla estaba debajo de una ligera capa de pintura tapaporos, su otra mano me agarró la cintura durante un par de segundos antes de que se diera cuenta de que yo no era Joe. O quizá eso ya lo sabía, y sólo esperó a que fuera yo el que me diera cuenta de que de verdad el gordo estaba enterrado. No lo sé. Me fui. No suelo mirar atrás, un tipo que era más fuerte que yo me dijo que eso es de cobardes, y en la Biblia un pollo se convirtió en estatua de sal por hacer esa gilipollez. Yo no soy ni un cobarde ni una estatua de sal: me fui sin mirar atrás. ¿Miró atrás Anna? Lo más probable es que no: si hubiera mirado atrás, no me habría tocado la nuca, lo de la cintura es más frecuente. Cuando estudié Anatomía, en la lección donde hablaban de los nervios del brazo, el catedrático, amable pero borracho, nos explicó que el dolor referido por el paciente al golpearse el codo, por donde circula el nervio radial, es similar al dolor de la viuda. Intenso pero breve. Anna debía haberse golpeado el codo con bastante limpieza.
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