A mi tía Taty, que fue la primera en hablarme claramente de la mierda.
Generalizar es peligroso. Pero es generalmente reconocida la extraña ansiedad del ser humano por echar la vista atrás contemplando con cierto regocijo todo lo que se aleja de nosotros; quizá por eso observamos entre nuestras piernas mecánicamente el fruto de nuestro vientre después de la complicada operación de defecar.
Defecar. Esa costumbre, casi necesidad, inherente al Homo Erectus que se está difuminando con una preocupante rapidez por culpa de la sociedad tecnificada en la que vivimos. Una sociedad que nos ha imbuído el miedo a la soledad, al encuentro con el yo, el ello y el superyo freudianos que tiene lugar sobre una taza de porcelana blanca, un momento de inquietante y filosófica individualidad que actualmente parecemos rehuír, esconder con temor, ocultar, vergonzar, y para el que nuestros ancestros se hallaban instintivamente entrenados sin ninguna necesidad de práctica o de artificio, simplemente valiéndose de la ayuda de una pared granítica en invierno y de la sombra de un fresno en verano y con la breve y efímera utilidad de las hojas del susodicho árbol, que en épocas frías bien podían ser sustituidas por cantos rodados.
Sin embargo la evolución tanto de la especie como del hábitat en el que nos vivimos nos ha ido alejando de la pureza del acto para llevarnos hacia una demonización casi herética de la defecación postprandial (para los de la ESO: la cagada de después de comer). Los instrumentos usados por la represión han sido por ejemplo la eliminación de fibra de la dieta, el uso constante de eufemismos tanto en la literatura como en la conversación, la publicidad colorida y bienoliente, el perro de Scottex y José Coronado. Pero lo que más me duele es la forma en que mientras la mierda aumenta exponencialmente en los titulares de prensa, se ha pretendido borrar del refranero con una censura inquisitoria.
Mi abuelo, ilustrado prohombre como ha habido pocos en el pueblo, dejó manuscrito en su cuaderno: “cuando vayas a cagar lleva el cigarro encendido; cagarás, y fumarás, y estarás entretenido”,previendo ya hace casi un siglo esta ola de acoso y derribo contra la mierda en privado y la progresiva instrumentalización de tan gozoso instante, del mismo modo en que los niños ya no parecen nacer si no es por cesárea o los padres han dejado de cambiar ellos mismos el aceite del coche. A la muerte de mi abuelo, mi tía Taty, segunda generación, se encargó de recopilar unas cuarenta composiciones poéticas en diversa métrica y grado de escatología que tituló escuetamente “Cancionero marrón”.
Yo he sido el último miembro de la familia en recoger el fangoso testigo que ya llega a su tercera generación. Rebusqué en bibliotecas, corrillos y tertulias de sol y sombra con palillos planos y cagüendioses sin el menor resultado. Y cuando lo daba todo por perdido, entré en la Facultad de Medicina, y, en una de mis múltiples visitas a los urinarios, descubrí el último reducto de resistencia: la puerta de madera de los aseos públicos. Entre consignas políticas de varios colores, insultos homófobos y números de teléfono con ofertas sexuales adyacentes, aparecía lapidaria, como una sentencia, esta frase: “Aquí es donde hasta el más cobarde hace fuerza, y el más valiente se caga”.
Queridos amigos, quiero hacer una llamada a la calma desde este atril público: no estéis tristes. Puede que en 2046 nuestros hijos caguen por cesárea, pero cuando encuentren nuestros escritos tallados en puertas de madera, cuando hallen los vestigios de mierda que les debemos legar, comprenderán que son sólo otro escalón descendente en la evolución. Entonces mirarán atrás con curiosidad, para luego poner ese rictus de repugnancia, como hemos hecho nosotros toda la vida cada vez que contemplamos entre las piernas a la hora de cagar. Se limpiarán y tirarán de la cadena, y Darwin y José Coronado habrán vencido de nuevo.
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