Cuando éramos jóvenes cruzábamos en las noches de lluvia los pueblos fantasma como si fuéramos truenos o leones, negros y rojos. Levantábamos a nuestro paso nubes de vapor fino, y no se veían las estrellas a través de los cristales tintados. Nos reíamos al aparcar, y salíamos al frío pensando en todas las veces que ya habíamos hecho esto, y en las que aún nos quedaban. Caminábamos por el empedrado, y nunca nos resbalábamos, ni nosotros ni nuestras ganas.
Entrábamos en los bares, atestados, y los llenábamos más con nuestro humo, y los olores de cubata y cerveza. Bailábamos como podíamos, cantábamos las que sabíamos, y también las que no; y entonces los estrechos y húmedos tugurios de nuestra pequeña ciudad se nos terminaban demasiado pronto para todo lo que habíamos pagado.
Así que huíamos incesantemente calle arriba, donde siempre nos encontrábamos a alguien más que se uniera al asunto, siempre nos parábamos un millón de veces con conocidos y desconocidos, a hablar de nada, y siempre nos quedaban ganas de haber encontrado a alguien más.
Nunca se nos hicieron dos noches igual de largas, porque a veces el infinito eran las dos y media, y a veces amanecíamos de pie y con el vaso en la mano, como dicen que hacen los grandes.
Cuando éramos jóvenes volvíamos a casa con la cara tranquila y una sonrisa ligera y adormilada pintada en la máscara; regresábamos más despacio, y a media luz, cantando canciones de amor en el radiocassette, y entrábamos por la puerta de atrás para no hacer tanto ruido.
Y, al despertar, contábamos historias con o sin resaca, sabiendo que en realidad no teníamos demasiado que contar, pero no encantaba engañarnos, por aquello de ser jóvenes.
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