Para mi hermano.
"Los viejos rockeros nunca mueren, decía en la funda de su guitarra negra. Una Telecaster, como la del Boss, pero en otro color indefinido con el humo de los porros, las cervezas derramadas y los punteos al través. Y llegó una tarde a una ciudad bañada por el sol de invierno. Y llegó solo, y se quedó solo en una habitación que miraba al Oeste. No había polvo en las calles, pero todo estaba un poco turbio, pensó poniendose las gafas.
Bajó al local de esa noche, habló con el dueño, pidió un bourbon cola mientras le decía que se estaba pensando mucho lo de dejarlo. Escaleras arriba del bar brillaba la tarde, y no había coches en el empedrado. Luces verdes en el bar, humedad. Los viejos tiempos, eso era. Y fue apurando sorbo a sorbo el bourbon, y el dueño le hablaba de que él también planeaba dejarlo, que esto ya no era lo mismo, que los sueños se apagaban.
En aquella ciudad llegó la noche, y la noche trajo una cena ligera, un plato combinado en una cafetería con cristalera, combínalo, haz un preludio nocturno, hazlo. Mira por los cristales de la cafetería, pasan coches por esa ciudad, bañada en piedras de tres quilates. Bajó al bar.
Las pruebas de sonido eran para perdedores. Betty nunca sonaba mal, Betty era la única que nunca iba a fallar. Betty aquella noche cantó en una ciudad a media luna acordes y punteos de dedos desgastados. De lo duro. De lo blando. De lo bueno, siempre de lo bueno. Con letra, y sin ella, con miradas, siempre con miradas. Con el cigarro en el clavijero. Iba a dejarlo, otra vez.
Acabó, recogió, dejó a Betty en su funda. Llevaba tres encima, y acabó con otras cuatro más, pero aún veía bien. Dejó a Betty en la habitación, pero a las 3 de la mañana aun se podia pasear. Y paseó, solo. Solo. Solo. Solo. Se bebió la niebla de la ciudad. Y volvió al hotel, a la habitación, sin echar la llave. Sin echar la vista atrás. El resto, el resto es historia. Los viejos rockeros nunca mueren, decía en la funda de su guitarra negra."
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