Para David G. y para Tere.
La noche en que te conocí me di perfecta cuenta de que lo nuestro iba a ser cuestión de ciencias puras y exactas.
Según la Ley de Poiseuille, y el vaso que tenía en la mano, para vencer tu resistencia me tuve que volver directamente proporcional a la viscosidad del whisky cola y a la longitud del vaso; que por suerte era de tubo, por lo que siendo su radio pequeño, nos redujimos a la cuarta potencia, quedando tú y yo cara a cara.
Te convencí, sin duda. Entramos en mi habitación, y te convencí de nuevo. Te lo dije, te lo repetí: "lo nuestro es sólo algo físico. Ríndete a la Ley de Laplace. La tensión que surgira a nuestro alrededor de ahora en adelante dependerá de la presión entre tú y yo, del radio de esta mierda de cuartucho, y del grosor de estas paredes de papel de fumar". De modo que tuvimos algo, aunque los vecinos de al lado golpearon con escobas el tabique para que lo dejásemos.
Tú y yo no nos rendimos, y fuimos de ciudad en ciudad aquel verano, relativizando lo nuestro. Nos fuimos al cuadrado de la velocidad de la luz, a tope sin drogas, multiplicando nuestras masas y convirtiendonos en energía al pasar. Algunos lo llamaron lluvia de estrellas; el problema surgió cuando recordé todo lo que sabía de astronomía y me di cuenta de que eran fugaces. Alumbraban y se iban.
Por eso me vi obligado a decírtelo. No me puedo resistir a tus curvas, y hemos trazado hasta ahora la mejor de las rectas entre nosotros, pero esto ha derivado en un amor asintótico: por mucho que nos acerquemos, no llegaremos jamás a cruzarnos en el mismo eje. Describiste una parábola perfecta al darte la vuelta y desde entonces la entropía de mi universo tiende a infinito, pero qué le voy a hacer, si no soy quién ni siquiera para enfrentarme a las reacciones que produzcan cada una de mis premeditadas acciones. Me ha vuelto a ganar la tercera ley de Newton.
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