domingo, 4 de septiembre de 2011

El novio de la muerte

Nadie en el tercio sabía 
quién era aquel legionario. 

Una vez hable sobre matar a un hombre con un hombre que había matado a un hombre, o quizá varios. Hablabamos mientras cruzábamos campos corriendo al amanecer, mientras él me contaba cómo esquivó a la muerte, cómo se escribió directamente con Dios sin acuse de recibo, él hablaba mientras yo apretaba las zancadas para perseguirle, para no quedarme atrás en una carrera que ya tenía perdida. Yo supe que él había matado a uno, quizá a varios, por la manera en que hablaba del uso de la fuerza, nunca la violencia, nunca las armas, sólo la fuerza, como si la fuerza fuera un puñetazo invisible que te derriba del caballo, la mano que tira a San Pablo camino de Damasco, el relámpago que golpea a la bruja en la secuencia final de Blancanieves. Unos días después me sacaron a hostias de una pelea en la que destrozamos un pub tras un concierto de unos tipos a los que nadie conocía, quizá por eso destrozamos un pub; yo miré desde fuera, atrapado por el uso de la fuerza, del mismo modo que me dolían las piernas corriendo con aquel tipo que había matado a alguien, pero seguía atrapado en su rebufo sin tener que hacer ningún esfuerzo, imantado al encanto magnético de la muerte que él ya esquivó una vez y que sé que a mí me encontrará de frente, por eso retraso cada día más nuestra cita, por eso huí del uso de la fuerza y de la violencia y de las armas, por eso vi caer los altavoces sobre la cabeza de aquellos tipos de detrás de la barra y no intenté separar a nadie, porque estaba fascinado, estaba en el hueco que iban dejando tras de ellos en el aire cuando seguían corriendo hacia adelante. Tal vez ellos también habían matado a alguien, tal vez todo mundo en aquel pub había matado a alguien menos yo, por eso los tenía que mirar desde fuera, por eso era diferente a todos ellos, por eso compré una escopeta y la cargué de sal. Busqué a mi perro sin otra intención más que la de herirle, la de hacer que los perdigones salados penetrasen en su piel para paliar mi ignorancia. Mi perro y yo nos miramos a los ojos durante varios días. Cada noche abría la ventana y pensaba en el día siguiente, en el momento en que apoyase los cañones contra su frente. Pensaba en el sacrificio de mi perro a los pies de otra estatua encapuchada, pensaba en la vana entrega, en la travesía del desierto, pensaba en todas las veces que había escapado del rebufo, hasta que por fin una noche llovió, y yo, héroe crepuscular, me puse en la ventana de aquel sitio amarillo sin hierba a escribirle a mi perro su oda de despedida para que se mojara la tinta, arena de playa y olas, los viajes que nunca hemos hecho ni haremos, cada conejo que hemos atropellado cruzando valles al atardecer, canciones que nunca más hablan de nosotros, la escopeta contra la frente y los ojos más clavados, más adentro, y el disparo. El uso de la fuerza. El disparo, el arma, la violencia, la estrategia preventiva y el dolor que causamos para no sufrirlo nosotros, que esquivamos a la muerte hasta que ella se hace parte de nosotros sin que nos demos cuenta. Las tardes después son paz, pasa el tiempo y son vacío, pasan los años y son ausencia, pasan los siglos y nunca son el final, son sólo las tardes y el eco eterno del disparo que se va evaporando en el aire del campo a medida que salimos del rebufo y vemos alejarse hacia adelante a los tipos que matan a otros tipos, sabiendo que nosotros no somos ellos, no somos el relámpago y la mano invisible, somos sólo los que se cruzan en su camino, somos San Pablo yendo a Damasco, somos la bruja de Blancanieves.

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