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XI. No hay peor soledad que la soledad compartida
Alfie estaba acojonado. Le faltaban los 40 kg que le sobraban al sargento. Tenía culpa en los ojos, lo había hecho él. Ahora yo sólo quería saber:
- ¿Por qué?
Me paso la vida preguntándole a la gente el por qué de sus acciones. Es un buen medio para ganarme el pan, pero detrás de eso está el puro vicio por la contemplación, un voyeurismo no sofocado. Un por qué detrás de otro, y tienes el puzzle, tienes la historia.
- No lo sé.
- Sí lo sabes. Sabes qué pasó con el negro, sabes qué hacías en casa de Rose Black, sabes de qué la conoces y sabes muy bien qué pintas en toda la historia del Joe el Gerente. Cuéntamelo.
- No lo sé. No te lo voy a decir.
No soy violento. No me gusta. Pero venía coleccionando unas ganas impresionantes de partir la cara de alguien desde hacía unos días. Se lo hice saber a Alfie con una patada en la entrepierna que lo tiró al suelo. Pobre, daba pena verlo así, tan desmejorado, hecho un ovillo sobre su ombligo y retorciendose. Necesitaba que cantara. Y por mis cojones que iba a cantar. Lo levanté por las solapas. No grité, no me gusta gritar. Puedo pegar, pero no hace falta gritar, eso es de nenazas y verduleras. Dos hostias más bien pegadas eran mejor que cualquier tónico revitalizante para la memoria. Y empezó a soltarlo todo, después de unos escupitajos de sangre y mocos. No me repetí, no me gusta repetirme, pero se lo avisé de nuevo:
- Siempre supe que ibas a acabar mal, Alfie.
Me fui dejando un billete de 20 en la mano de Jimmy, el Sargento, que los utilizará para comerse diez hamburguesas más en Gino's, para engordar, para convertirse en un ser aún más inútil para la ciudad y un poco más útil para mí. Me fui haciendome el duro, y pensando que era inmune, pero a media tarde descubrí que no. Que estaba solo, que estaba hecho una mierda, una basura. Que Alfie tenía los barrotes y un guarda al otro lado, que Rose Black tenía pañuelos y chuloputas, que Mickey tenía una trompeta, que Eileen tenía a su cantante, Joe tenía su ataúd. Y yo qué cojones tenía aparte de una buena historia, una historia como un puño al estómago, una historia que me deshacía, una historia abierta donde ni siquiera tenía un papel. Sólo hilarlos a todos.
Empecé a emborracharme como un cerdo a eso de las 5 en el Nirvana. Saqué la libreta del bolsillo interior del abrigo, donde guardaba una chapa de cerveza por cada efeméride de triunfo. Valoré uno a uno todos los nombres a los que podía telefonear esa noche de miércoles. Cada vez estaba más mamado, cada vez pensaba menos. Elegí al azar desde la cabina del Nirvana. Ella no se opuso. No sé quién era ella. No recuerdo quién era ella. No quiero recordarlo. La chupaba con los ojos abiertos, sólo las putas lo hacen así. A las 8.30 de la mañana me daba asco, desnudo encima de la cama sin dinero y con resaca, solo. Solo. Y con una buena historia como un puño al estómago, ¿lo he dicho ya? No me gusta repetirme.
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