La gente, descubres después, habla a tus espaldas. Unas veces mal y otras, las menos, bien. De vez en cuando puedes tener suerte y otras veces, las más, echarla en falta. Está ciudad es demasiado pequeña y nosotros somos demasiado grandes lo que implica no necesariamente encontrarnos y absolutamente tener que irnos. La cuestión está en sacar la media aritmética de todos los fallos que has tenido de cara a gol, y tirar a tiempo de la cadena, que ya empieza a calentar hasta por las noches, que ya me sudo las sábanas sin nadie, que ya me faltan las ganas.
La gente, descubres mucho después, habla, y tú no escuchas, cosa que casi siempre está bien. Luego pasa, una tarde cualquiera, que todos los teléfonos que esperan tu llamada están ardiendo, inocente, han vuelto las mismas tardes mientras intentas leer libros de autoayuda de los que siempre consideraste para fracasados, ahí te tienes, como un clavo ardiendo del que no te van a soltar. Y renegando.
La gente, descubres mucho tiempo después, habla. Y tú ahí, aguantando mosquitos frente a la pantalla. Oliendo a mierda, como toda la ciudad con la basura recalentada, aún tienes el valor de echarte boca arriba y pensar en todo lo que queda. Y sin hablar.
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