El Killer del área es mi antítesis perfecta. Yo soy un Loser. Me encanta repetirlo, bajando la cabeza y contemplando las aceras en busca de billetes de dosmilpesetas, como el que me encontré cuando tenía 12 años paseando por Valladolid con mis tíos, que me habían llevado a pasar las fiestas con ellos. Practico dos horas cada mañana delante del espejo la autocompasión, con espartana disciplina. Me encanta convencerme de lo Loser que puedo llegar a ser; de esta manera cada pequeña victoria en la vida cotidiana podrá ser magnificada hasta extremos amarillistas. El Killer del área tiene la mirada del tigre que a mí se me resiste, yo quisiera ser como él. O mejor, quisiera ser él. La pose perfecta en sociedad, y también en el mano a mano. ¿No lo ves sujetar el Dry Martini y el cigarro? ¿No lo ves sonreír?
El Killer del área y yo nos hemos encontrado esta noche en una gasolinera de las afueras de Zamora. Yo venía en chándal de hacer footing, puro ejercicio anaerobio para, según la revista GQ, rebajar mi grasienta curvatura infraumbilical. El Killer venía de ser el rey de un partido de fútbol con sus musculados amigos. 7 goles, el balón, las botas y la camiseta firmados. Sonreía. Él no necesita la revista GQ. Él escribe la revista GQ. O mejor, la revista GQ le escribe. Sonreía. Yo resoplaba y me afanaba en comprarme otro cepillo de dientes. 3 euros. No me jodas.
Lo he observado despacio. Él limpia sus dientes con manzanas golden todos los 12 meses del año. Se las importan desde Marrakesh. Desde Arabia Saudí. Desde la India después, y más tarde desde la Isla de Pascua. Compra en Ikea, duerme sobre lecho de rosas rojas. Se nota en la tersura de su piel. Es capaz de vestir ropa de Zara con la misma clase que si fuera Hugo Boss. Decora su salón con recortes de periódico uniformados en collages que fabrica con sus propias manos. El Killer del área tiene un Clase C Sportcoupé y perfecta media melena, barba recortada. Quiero ser como él, quiero ser él.
Sin embargo, yo soy yo, y mi chándal. Lo he descubierto sudando. Ahora tengo una bolsa de patatas kamikaces, que he encontrado justo al lado del cepillo que iba a comprar. 347 kilocalorías dentro de esa bolsa de papel metálico. No me jodas. Eso son cuarenta y dos minutos más de los que he corrido. Poco a poco voy haciendo una terrible constatación: he perdido mi tiempo y mi vida por no saberme rendir en el momento adecuado a la evidencia científica y genética, que determinó en algún limbo que yo debía permanecer en estado grasiento y maloliente por todos mis días, para que al circular por las calles peatonales, gente como esta haga agravios comparativos sin pretenderlo, resaltando como resaltan los tulipanes sobre campo verde de cardos, o un Van Gogh entre falsificaciones de Dolce y Gabbana. 347 kilocalorías. El Killer lo quema con el cucurucho, fijo.
En un último arrebato, me he acercado a ese hombre de apolíneas espaldas, que hacía gala de dos piernas dignas de sostener La Muerte de Laocoonte en lugar de una tableta de chocolate como esa. No quería nada en especial, ni siquiera llevarme unas hostias. Sólo quería estar a su lado unos instantes. Sentir su eléctrica presencia a mi lado, igual que hacen muchas otras. Él fuma y corre la banda. Yo no respiro bien debido a mi asma. Noté su karma a medio metro. Un aura de energía positiva que me desarboló, y sólo pude caer de rodillas cuando vi que efectivamente se llevaba la revista GQ entre los múltiples artículos de su casual compra, que pagaba con tarjeta de crédito junto a los 40 litros de gasolina de 98 octanos.
Me alejé de la infausta gasolinera atribulado entre migas de patatas y monedas de cobre deslustrado, pensando en que probablemente el Killer no dudaría al ser encuestado sobre si me quieres, si debería mandarte este mensaje de texto, o si, efectivamente, soy un Loser. Él sonreía, justo antes de atropellarme con su clase C Sportcoupé en un paso de peatones. Jódete, capullo, he pensado, como debió hacer el guerrero de Maratón.
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