Este año, cómo evitarlo, me vine a ver el traslado. Jueves 2 de abril. Me dolía demasiado el recuerdo del año pasado, en mi habitación de Salamanca esperando e imaginandome cómo sería la vida sin mí a sólo 60 km, en mi ciudad, en mi casa. Así que empecé caminando despacio, muy despacio, por esta ciudad, con mi padre y una cámara de fotos, que es como se deberían hacer siempre las cosas.
No entiendo por qué lo llaman Viernes de Dolores, si es siempre tan dulce, frío pero dulce. Pasas la mañana en casa, la tarde la vas dorando al sol de poniente que ya llega hasta las 9, y la noche entre faroles y estameñas. Me dejé caer [como todo, con mi padre y una cámara] por el casco antiguo a escuchar sermones y padrenuestros, segundo plano de esta celebración que poco a poco trasciende lo religioso y se mete en el ámbito de lo social más de lleno.
El fin de semana tiene poca historia; cuando eres niño te vuelcas más, está más a tu alcance, el domingo de Ramos luces tu palma y tus zapatos nuevos por las calles con la recién llegada primavera que se estrena, y que te estrena. De mayor, salvo sacar a tus hijos o sobrinos, se va apagando esa ilusión. El lunes empieza la guerra, la de los excombatientes, la de la cera sobre las capas de raso, y cantar a coro de hombres que la muerte no es el final, mientras caes por tercera vez.
De niño ese era mi comienzo de la Semana Santa, mientras mi hermano ruflaba por y para nosotros, esa era toda la ilusión que me movía, verle a él. Ahora, es también él el que me mueve, pero de otra forma, aunque la ilusión nunca ha cambiado. El martes santo viene y se queda, año tras año. Con nuestros viacrucis, el de rezar y el de quedarse de rodillas.
Porque después, el miércoles, fue para quedarse en silencio, con resaca y con amigos, con los nervios que cada vez me atenazaban un poco más arriba de la boca del estómago, yo viví la Semana Santa, pero en mi cabeza daban vueltas imágenes del Prendimiento, de todos mis fallos, de mis debilidades. Así que me escapé a las seis de la mañana al Castillo a poner mi vida en orden con mucho frío, pero con necesidad. El miércoles tras el Silencio viene la austeridad castellana [como adjetivo, no como situación geopolítica] pintando de negro las peñas de Santa Marta, balcón atestado hacia el Duero, que nunca dice nada, pero que marca el comienzo y el final de la Semana.
Y el Jueves llegó, así con mayúscula. El Ruavieja calló los gritos de mi estómago, y el resto se fueron en la primera levantada desde el Museo. Luego, el éxtasis y el dolor se iban mezclando poco a poco, la madera se iba clavando un poco más sobre los hombros. Pero viene la Plaza Mayor, y viene la entrada al Museo, de vuelta, y allí estamos treinta y dos machos llorando abrazados, y maricón el último, porque hay sentimientos hasta debajo del más bestia de todos.
Luego vino la calma, las conversaciones de hombre a hombre a la luz de la luna, la lluvia y el diluvio universal, vino el final y el principio, me escapé como siempre que intento ser un poco más feliz, y eso fue todo. Cuando regresé, la ciudad barría y desmontaba el escenario, la gente volvía a sus casas con sonrisas y melancolía, porque, ya lo dijo el tío Freddie, el espectáculo debe continuar. Aunque vaya a tardar en ello unos trescientos cincuenta días, sabremos esperar.
2 comentarios:
Sin palabras.
Adoro Zamora,mi ciudad, esa joya desconocida.Pero el paso de los años y el whiskie han acabado con la fortaleza de mis ácidos estomacales, incapaces de digerir ese espectaculo grotesco(santa finura) y provinciano hasta la náusea llamado Semana Santa.
...Confieso que de los catorce a los dieciocho los Jueves "santos"(cristos aparte claroestá)me hacian cierta ilusión
Aún asi siempre me he sentido orgullosa de que mis paisanos no pierdan del todo su dignidad, por aquello del recogimiento castellano(virgencita lo bendiga)como en esa espantosa mounstrosidad llamada Semana Santa de Sevilla; Igual que estaba Abe Simpson orgulloso de que Homer no fuera bajito...algo asi.
Finalmente pasó la mañana del día 13. Tuve la suerte, al menos, de poder despedirme.
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