1.
El ascensor de mi edificio, cada vez que se vacía, conserva dentro el olor de su último ocupante. Cuando entro en esa especie de armario de olores, juego a reconocer al asesino de las viejecitas. Cada olor tiene una forma geométrica, cada olor al materializarse en un cuerpo que ya no está, me habla. Me hablan todos, y os aseguro que he oído magníficas historias sobre aseos que no funcionan y costumbres higiénicas olvidadas, como el uso del bidé. También he olido, perdón, oído, romances de alto standing, oficinistas, hombres de sport y caballistas de lujo. Una noche, saliendo del ascensor en el vestíbulo descubrí a la vecina del séptimo izquierda arrugando la nariz tras cruzarme con ella. Desde entonces cambié de colonia y ya sólo uso las escaleras.
2.
Todo mundo debería ver alguna vez en su vida una autopsia. Deberían conocerse interiormente. Conocerte interiormente no implica memorizar todas las enseñanzas de la vigésimo tercera reencarnación de Siddharta Gautama, a.k.a. Buda. No implica hacerte con la colección completa del bueno de Paulo Coelho. Conocerte a ti mismo significa que alguna vez metas el dedo índice dentro del canal que dibujan todas las vértebras juntas para que se deslice, anguilosa, la médula espinal. Que veas un riñón emerger de entre la grasa retroperitoneal. Que entiendas la contracción en sístole del corazón sometido al rigor mortis. Que palpes las placas ateromatosas dentro de una arteria coronaria. Que huelas un intestino cerrado. Que escuches trepanar y ceder el hueso. Una experiencia multisensorial al alcance de pocos afortunados.
3.
Vimos la muerte. La tocamos con los dedos. Fue una noche de abril. Acababa la Semana Santa. Nos montamos, borrachos como cubas, en un Seat Ibiza. Nos fuimos de la ciudad. La música sonaba. Las señales del cielo sólo eran señales de tráfico. Éramos intocables. Había luna llena. Las encinas se iluminaban al paso de la comitiva. Una cuerda colgaba de los bajos. Intentamos arrancar de cuajo el letrero que delimitaba un pueblo. Nadie nos vio, nadie pudo vernos. Luego, vencidos, nos fuimos de vuelta. Era muy tarde, tan tarde que casi era pronto. Según descendía el alcohol de nuestras venas y se llenaban nuestras vejigas fuimos viendo cómo se deslavazaba la niebla y la luna brillaba. Sonaba el Réquiem de Mozart a todo volumen en el equipo de música. Íbamos callados. Éramos conscientes, ahora sí, de que una cuerda colgaba de los bajos del coche y se deslizaba por la carretera, siseando como una serpiente. Allí se había agarrado la muerte. Llegamos a la ciudad, cortamos la cuerda en un semáforo. Nos fuimos a nuestras casas después de atravesar aquel túnel, y nunca más volvimos a verla tan cerca.
4.
He entrado en el ascensor. Hay tres tipos. Hay un tipo que está arrugando la nariz intentando olernos a todos. Dicho esto, los otros dos huelen raro. A alcohol. Pero uno es alcohol del barato. Puede ser Ron Negrita. El otro es alcohol industrial. Formol, huele a formol. A los tres les va a dar igual todo, porque no saben que vamos al último piso. Qué curioso, no saben que dentro de poco los tres estarán en formol.
1 comentario:
me pareces muy bueno.
lo digo desde la comodidad del anonimato, y porque no me atrevo a pararte por la calle.
he caído aquí por casualidad y me queda poco para leer por completo todo el blog. tienes ese "algo" que consigue hipnotizar a quien te lee.
muy bueno, de verdad, te envidio mucho
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