Los días que han pasado no nos dejan
más que sombras. Hemos visto rodar las nubes, juntos y separados.
Guardamos libros que leímos y escribimos en algún rincón y
compartimos, siempre que podemos, las noches. Creímos una vez tener
tanto en común que nos la jugamos y saltamos a un vacío que,
efectivamente, estaba vacío. Sin embargo hoy, mucho después,
volvemos a encontrarnos. Nos encontramos casi sin querer, casi sin
saber, sin saber que es ahora, cada uno en una esquina del
cuadrilátero, cuando más tenemos en común, un tesoro, una lápida,
una bendición y un castigo.
Nuestro tesoro es todo lo que nadie nos
ha dado. Por eso estamos aquí, porque somos los que esperamos y
deseamos. En otra parte del mundo, lejos o cerca, existen las
existencias que tenemos olvidadas a propósito. Existen las historias
que nos cuentan y nos queman en el estómago cuando recordamos.
Vivimos de un modo paralelo a ellos, pero la historia es una red, y
no una vía, lo que nos obliga a cruzarnos de frente al miedo, al
deseo, a un destino que nadie ha escrito para nosotros, a las
complicidades hirientes, a la melancolía de saberse similares, de
saberse correspondientes e incluso correspondidos pero nunca, quizá
ese es el defecto, nunca enfrentarse al miedo.
Todos los pesos parecen tristes,
tristes tardes, tristes bolas de cadena al tobillo. Luego, de algún
modo inexplicable, esos mismos pesos que nos atan nos hacen encarar
los instantes con el desencanto de quien intuye que no tiene nada que
perder, porque nada tiene y, por eso mismo, al final ganamos. Ganamos
instantes de pequeña e inmensa felicidad para bebernos la vida en
noches eternas, en mañanas de sol y tardes de lluvia que siempre son
martes. Aparecen las perlas al borde del camino, el alma se calienta
cuando menos lo esperas y así, de forma inconsciente, vamos siempre
avanzando.
El camino no es uno, son miles. Pero
cada camino es propio, personal, intransferible. Caminamos solos
aunque a veces nos encontremos. Caminamos solos por decisión propia,
al fin y al cabo somos los dueños de nuestro destino, no podemos
culpar a nadie salvo a nosotros mismos de haber grabado las letras y
los nombres a fuego. Quien lo entienda y quien no lo haga nos mirarán
desde fuera sin saber, o a veces sabiendo y sin entender, o a veces
incluso entendiendo que el querer que gastamos es un crédito
limitado, que todo el oro lo tenemos en una cuenta cerrada de un
paraíso fiscal y no sabemos si la policía nos renovará el
pasaporte para salir del país y daremos vueltas en la terminal con
el billete en la mano.
Las de estos caminos no son historias,
por tanto, tristes ni alegres; eso depende del día. No son historias
de soledad, porque en ocasiones son historias de grandes compañías.
No son historias que buscan una palmada en el hombro, no buscan la
épica ni la gloria, es sólo un poco de paz y siempre quieren un
rato de buena conversación. No tratan en ningún momento de olvidar
y superar, porque eso sería caer en una dinámica de perdedores que
se destruyen. No intentan, estas soledades acompañadas, ser cantadas
en canciones épicas, lo que intentan es ser íntimas, es formar
parte algún día de un buen recuerdo. Son infinitesimales y no
responden a las leyes de la física que tanto nos han sometido. Se
escapan y crecen en múltiples dimensiones más allá del
espacio-tiempo. Se toman un descanso y, cuando menos lo esperas,
vuelven en boomerangs decorados.
Las historias que contamos no caben en
pequeños manuales, y no son mejores ni peores que cualquier café.
Sólo son soledades muy bien acompañadas que se rebelan porque se
saben incompletas y no encaran batallas por el miedo a cansarse y
agotar ese sublime componente que es la paciencia. Mientras tanto,
mientras no nos falle, vamos poco a poco, paso a paso, siempre por
delante, con la maravillosa convicción de que lo sabemos todo de
antemano y, de esa forma, siempre nos sorprendemos y podemos sonreír
cuando descubrimos que, en realidad, no tenemos ni idea de lo que nos
espera a nosotros que tanto y tan poco sabemos.
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