miércoles, 8 de febrero de 2012

la fiesta

El paquete de Marlboro, la botella
de Frascati encima del equipo
de alta fidelidad (sus brutales
decibelios silenciados
por la sorda ciencia de la cámara)
Fiesta, Roger Wolfe.



Cuando acaba la fiesta los desechos orgánicos pueblan las mesas del salón y donde hubo bullicio, gritos y copas contra la pared, quedan ahora el silencio más absoluto y la oscuridad total. Las efemérides nos han herido por intentar cerrar círculos que ya estarán siempre abiertos y son, por lo tanto, espirales. Esperaba verte, pero nunca estuviste, así que decidí no estar ni triste ni contento, decidí un baño hirviente de espuma en lugar de la taza del váter con la que solía adornar antes mañanas como estas, mañanas de cuando acaba la fiesta. En la oscuridad que reina en el salón dan vueltas ahora las guirnaldas y las colillas, porque alguien dejó la ventana abierta al marcharse, para que así los vecinos puedan admirar nuestras múltiples cualidades vocales y lluevan denuncias y notas amenazantes en el buzón de la comunidad. Esperaba oirte, pero nunca llamaste, así que decidí no quedarme más en el umbral, bajar al portal a congelarme mientras otros tiraban la basura, mientras pasaban coches y me miraban y pensaban qué hace ahí ese tipo. Abajo hacía frío, lo sé porque sé quedarme de pie, quieto, los labios convertidos en pistas de aterrizaje de escarcha y surcos milimétricos de sangre que no corre porque se congela y se coagula. Esperaba olerte, pero mi nariz, siempre grande y desaprovechada, no pudo hacerse contigo ni resbalarte desde la nuca hasta el hombro impregnandose como solía hacer para que después, las tardes que faltabas, pudiera aspirar fuerte y meterte un poco más en mi cabeza. El salón después de la fiesta huele a tabaco y a humedad, calando las fundas de los sofás, atandose a cada fibra que durante semanas, cuando aspire fuerte, recordará la gente que daba vueltas alrededor de la lámpara bailando, las conversaciones a hurtadillas en una esquina, las miradas escondidas desde detrás de un hombro alto, los vasos estalladas en el suelo y la pared, pegajosos desde la próxima mañana. Esperaba morderte, pero la fiesta ya se ha terminado y no eres el limón que mastico, torciendo las mejillas en un gesto muy desagradable, un gesto que me desconfigura la pose con la que salgo en todas las instantáneas que nos congelan ya para siempre, que miraremos recordando quemaduras, recordando dónde y cuándo estuvimos y qué hicimos y por qué lo hicimos, si es que eso llegamos a recordarlo alguna vez, puede que eso nunca lleguemos a pensarlo, puede que lleguemos a pensarlo pero lo olvidamos, porque es el limón que mordemos, ese es el toque concreto del limón que nos tuerce el gesto, hasta entonces es jugo y carne, no es ácido. Esperaba tocarte y que después, cuando todos se vayan y la casa vuelva a ser nuestra, te vengaras reventándome un poco la espalda haciendo como sientes que me duela pero nunca parando para que enlace un pinchazo de tus uñas con el siguiente, mientras pasa la noche en el despertador con sus números tan digitales y tan brillantes y pienso en las fiestas que ya no son fiestas, sino que son sólo lo que queda cuando a la mañana siguiente paseo despacio oliendo a tabaco que no es mío, después de un baño de espuma con una que no eres tú. Entonces me paro a comprar el periódico y me encuentro mi corbata enrollada dentro del bolsillo interior del abrigo; eso es lo que queda de la fiesta, eso es el por qué de echarte de menos, porque hoy no huele a nada, hay luna llena y alguien debería recoger este salón.

No hay comentarios: