Hay un uñero en mi dedo gordo del pie derecho. Hay un uñero y yo sueño con él. Lo sueño vaciarse entre burbujas purulentas, sueño entonces que descanso. Otras veces lo vacío con mis propios dedos y acabo con las yemas manchadas de sangre. No huele tan mal, no es tan fea. La deslizo entre el índice y el pulgar hasta que deja de ser líquido y se convierte en hematocrito triturado. Mi uñero no me deja correr y no me deja jugar a fútbol. Mi uñero me obliga a sentarme en la silla que menos me gusta de la casa para dedicarle atenciones. Agua templada con sal. Povidona yodada. Nos miramos y, si una vez nos comprendimos, poco a poco empezamos a odiarnos. Ya apenas sueño con mi uñero, ni obtengo placer vaciándolo. Ahora sólo pienso en todo lo que podría hacer sin mi uñero. La cantidad de sangre que me ahorraría. Todos los calcetines que evitaría limpiar. Los kilómetros que podría correr de nuevo y los goles que marcaría. Esta mañana no me gusta mi uñero. El hacha está demasiado cerca. Esta mañana ya no tengo un uñero en mi dedo gordo del pie derecho. Esta mañana ya no tengo dedo gordo del pie derecho. No volveré a jugar con él, ni envejeceré sentado obligatoriamente en la silla mientras engordo por mi inmovilidad obligada. No gastaré más sal ni más betadine. No me dará más placer, pero tampoco más dolor. Pero lo que me asusta en realidad es nadie me librará de volver a soñar con mi uñero.
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