Quién sabe lo que hubo al principio
del tiempo. Al principio del tiempo no había más que un principio,
y se contemplaba a sí mismo en eterno onanismo. Ese principio no
había pensado en el tiempo. No había pensado en los infinitos
instantes que suceden entre una vez que se contemplase y la
siguiente. No había pensado en la suma, la resta y demás
operaciones matemáticas que podían acontecerle con las fracciones
en las que dividiese su existencia. No había pensado en echarse a
andar. Si se hubiera echado a andar, quién sabe, quizá se habría
tropezado consigo mismo descubriendo, al mismo tiempo (qué paradoja)
que existían los círculos y el suelo. De esta manera, poco a poco
todo fue tomando forma. Primero, como ya queda dicho, el suelo. Sobre
el suelo, el círculo. Alrededor de ese círculo, el principio se
movía. Veía su propia cola y, reconociéndola como propia, no se
planteaba la ruptura de la continuidad. Cómo iba a plantearse este
principio un final. Cómo iba a plantearse que existían letras y no
eran infinitas. Que quizá un día se terminasen todas las
combinaciones de letras posibles y entonces todo estuviera ya dicho.
Que habría sonidos y también serían finitos. Que quizá un día
las combinaciones de sonidos dieran al traste y todas las canciones
componibles ya estarían compuestas. En resumidas cuentas, aquel
principio del tiempo no concebía un final mientras sólo podía
mirar su cola, parte nata de sí mismo, caminando sobre el círculo.
Quién sabe lo que hubo al principio
del tiempo. Pero sucedió que un poco después del principio las
cosas ya empezaban a ser cosas. Y entonces el principio fue
consciente. Fue consciente de que caminaba, y miró hacia abajo. Vio
el suelo, que no iba a ninguna parte. Entonces, por algún rebote,
miró hacia arriba y como no vio nada se extrañó. Pensó que si
había un abajo, debería haber un arriba. Se sentó en el suelo e
imaginó, pero no se veía nada. No había luz. El principio no
conocía la luz ni las formas. Pero todo era posible, porque era el
principio. Y con un dedo tocó el techo e hizo una marca de luz. Le
entusiasmó, e hizo más, muchas más. Por fin era consciente de que
existían cosas que no eran él mismo. Cosas que no eran el
principio, pero que eran tan nuevas que eran alcanzables. Cosas. La
palabra le produjo cosquillas en la lengua y fue así como se enteró
de que tenía lengua y podía formar palabras. Decidió dejar las
palabras para después de tocar el techo un rato más y hacer unas
cuantas estrellas. Cuando se cansó de hacer estrellas, fue a por las
palabras. Empezó por lo simple. Yo. Abajo. Suelo. Estrellas. Lo
básico, lo que conocía, no había mucho más. Mientras hacía
palabras, seguía caminando. Caminaba en círculo. Cuando la palabra
Círculo vino a su boca dio saltos de alegría, porque era esdrújula,
y a nadie antes se le había ocurrido una esdrújula. Así que
Círculo fue la primera palabra esdrújula. Las que vinieron más
tarde, más trabajadas, pulidas, manufacturadas, fueron mucho menos
meritorias, visto desde ese lado. Sólo seguían un genial camino
marcado por el primer círculo sobre el suelo. El principio se sentó
y le contó a las estrellas lo que era un círculo con las pocas
palabras de las que disponía. Eso también tuvo mucho mérito,
porque fue la primera historia, y lo fue sin apenas más verbos que
los de la primera conjugación y alguno de la segunda. Lo irregular
no existía aún. El principio no había tenido tiempo para pensar en
la imperfección.
Quién sabe lo que hubo al principio
del tiempo. Pero sucedió que mientras le iba contando a las
estrellas lo que era un círculo con sus nenonatas y escasas
palabras, el principio se dio cuenta de que aquello era imperfecto.
De que no tenía palabras suficientes para definir la maravillosa
redondez del círculo sobre el que caminaba. Desearía haber tenido
palabras como Suave, Lineal, Simétrico (que fue, por lo tanto, la
segunda esdrújula) y como todo era posible, las palabras afluían a
su boca en cuanto las pensaba. Sin embargo, ni aún así se sentía
capaz de definir la belleza y la admiración que el círculo
despertaba en él. Entonces se sintió triste. Se sintió triste al
ver que lo imperfecto existía y no sólo eso, sino que lo llevaba
dentro. Caminando de nuevo, puesto que había descubierto que era su
forma favorita de pensar, el principio pensó. Tanto pensó, y tanto
malo sobre la imperfección, que acabó pensando algo bueno. Pensó
que su círculo era perfecto y ya no era mejorable. Pero que por el
otro lado, todo lo que era imperfecto, como su burda explicación,
era susceptible de ser mejorado. Así que siguió caminando pensando
cómo mejorar su historia. Así fue componiendo nuevas palabras.
Llegado cierto momento, se cansó. Al fin y al cabo, pese a ser algo
tan importante como el principio de los tiempos, no era más que un
principio. Un principio. Eso es, eso dijo. Un. Si había Un, podía
haber varios Un. Unos, se dijo a sí mismo. Y se puso a agrupar los
diferentes Unos. Un y Un podría llamarse Dos. Un, Un y Un serían
Tres. Así, en adelante.
Quién sabe lo que hubo al principio
del tiempo. Quizá hubo un principio que se estaba empezando a cansar
de serlo, porque al principio era bello imaginar y crear, pero
siguiendo así aquello hastiaba. Desearía haber podido imaginar un
sofá y una televisión en la que emitiesen algo que le permitiera
desconectar de su labor voluntariamente aceptada. Por otro lado,
estaba satisfecho consigo mismo. Había hecho muchas cosas y muy
bonitas. Tantas que le llevó un buen rato pensar en todas ellas. Al
principio el principio no se dio cuenta, pero en vez de caer en el
sueño, según pensaba en todo lo nuevo, se iba despertando poco a
poco. Se despertaba porque se estaba asustando. Se estaba asustando
porque aquel fue el primer instante en el que se dio cuenta de que.
Perdón, empezaré de nuevo: se estaba asustando porque aquel fue el
primer instante. Fue el primer instante porque el principio del
tiempo se dio cuenta de que lo era: de que había un tiempo, había
un río constante e intangible que encauzaba todo lo que estaba
sucediendo. Dentro de ese río cabían todas las vueltas que había
caminado. Cabían las veces en que se había sentado a descansar.
Cabía todo lo que había sacado de sí mismo para hacer las
estrellas, las palabras, los sonidos. El principio del tiempo se dio
cuenta de que aquello no era un juego, aquello era irreversible. Fue
consciente de que aunque se quedase quieto, sentado y con los ojos
cerrados, aunque no le contase a nadie lo que había sucedido, algo
dentro de él ya sabría para siempre de la existencia del tiempo, y
eso no tenía marcha atrás. Cada vez que pensase, aunque fuera de
refilón, en el tiempo, caería un nuevo instante a la lista de
instantes que ya se quedaban atrás. Con cierta ironía comprobó que
esto de la irreversibilidad también era imperfecto.
Quién sabe lo que hubo al principio
del tiempo. Lo que sabemos a ciencia cierta es lo que hubo un poco
más tarde. Un poco más tarde del principio, aunque no sabemos
cuánto más, el principio, después de mucho pensar con los ojos
cerrados, se decidió a seguir caminando para siempre, porque si se
detenía, detenía el tiempo. Si seguía caminando habría nuevas
palabras esdrújulas, canciones inauditas, estrellas nuevas en
lugares recónditos de un cielo muy negro. Luego de estar caminando,
quizá mucho tiempo después, aunque no sabemos cuánto más, vio que
al otro lado del círculo estaba él mismo, que podía ver su propio
final y que, por lo tanto, algún día se sentaría de nuevo, cansado
de pensar cosas, canciones, algún día las estrellas dejarían de
girar en círculos, se pararían y caerían. Al principio del tiempo,
después de varios principios, el principio se dio cuenta de que
habría un final.
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