La primera vez que Gualberto Yáñez vio el mar fue cuando se escurrió entre los brazos de su padre, que lo elevaba al tiempo que el barco entraba en la bahía de Cádiz. El niño cayó al agua y allí creció hasta los 18 años, cuando el banco de atunes que lo había adoptado, criado y alimentado fue preso en una almadraba a la altura de Barbate.
Allí fue donde Gualberto Yáñez vio por primera vez la sangre. Entendió que los cerrojos sabían a sangre, que las lentejas sabían a sangre, y los Pilot rojo huelen a tinta. Un marinero de Lepe sacó al chaval, que por aquel entonces ya empezaba a tocarse, de entre las redes semiinconsciente. Lo alimentó con aceite de hígado de bacalao, que es la única bebida no alcohólica permitida por el Código de Navegación de 1853, el mismo donde se derogaba definitivamente el decreto por el que a los marineros del sur del Trópico de Cáncer no se les permitía contraer matrimonio con sirenas.
La ingesta excesiva de aceite de hígado de bacalao entre los 18 y los 21 fue la responsable de la poblada barba pelirroja que que Gualberto desarrolló. Aquella barba fue motivo de disputa en unas cuantas tabernas del África Occidental, donde rudos negros caboverdianos se pelearon con el muchacho dudando de la legitimidad de su vello facial, saliendo derrotados, pues Gualberto Yáñez había aprendido de los atuneros de Barbate los rudimentos de la lucha jiu-jitsu. Es merecido mencionar que la rubicunda barba de Gualberto también fue un reclamo sexual de alta eficacia para sus compañeros de navío, para los taberneros de Guinea y para las sirenas.
Fue precisamente de una sirena de la que se enamoró Gualberto Yáñez, y en virtud al Código Naval de 1853 se casaron en una playa de Bora Bora. La soleada tarde de Abril, en el otoño meridional, llenaba de felicidad al marinero, que comenzaba a descubrir las virtudes y defectos de la heterosexualidad, pues él antes sólo había visto el mar. Sin embargo, la felicidad sólo duró hasta esa misma noche, la noche de bodas, en la que Gualberto descubrió por qué esa clase de matrimonios estaban clásicamente vetados, por qué los marineros de van de putas cuando llegan a tierra. Haciendo preces y acordándose de la ascendencia del irónico legislador de 1853, huyó sin descendencia de los brazos de la sirena, a la que dejó llorando y sin un canto en los dientes.
Decidió Gualberto el resto de su vida dedicarse a la caza de ballenas. Con su arpón. Así llegó a las tierras japonesas, donde conoció el sake. Fue el sake o la sirena que nunca estuvo embarazada, o ambos a la vez, los que llenaron de canas su miticérrima barba. Enriquecido por la venta de carne de ballena, Gualberto, decidió con 75 años que había llegado el momento de conocer la tierra firme. Por establecer un orden lógico a su periplo, comenzó por el Polo Norte.
Allí constató con gran sorpresa que el Polo Norte no era tierra firme, sino agua sólida, y desesperanzado ante un comienzo tan descorazonador, pensó que peor aún sería el resto de la Tierra, y que ya no le quedaba suficiente vida ni disgustos para seguir viajando, así que construyó un esquife volador con todo lo que aprendió de un chamán de Bissau, que le regaló conchas de colores.
Gualberto Yáñez lloró por primera vez la noche antes de morir. Lloró cuando probó de nuevo el aceite de hígado de bacalao, y pensó en su padre, al que nunca más vio, al que cambió por el océano. Probó una lágrima, y viendo que era salada, se pensó parte del mar. Bajo la luz de la luna llena atracó el esquife en una cala de Murcia, ascendió por la ribera de la playa, y mirando la luna mientras lloraba otro poco, se convirtió en un castillo de arena sin llegar a saber, él, que nunca estuvo en la luna, que de arena puede ser también el Mar de la Tranquilidad
1 comentario:
A veces la sangre y el aceite saben bien, pero cuando sucede ya es tarde... un saludo vic!
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