La expectativa reza que los camellos beberán esta noche la leche depositada bajo un millón de abetos, y las pocas noches que salgo ya a beber le repito a cualquiera que me escuche que yo quise haber sido periodista pero algo salió mal, que yo quería contar la vida más allá de la que veo por la ventana predilecta que elijo en cada nueva casa. ¿Le contarán a alguien los camellos que ellos quisieron cubrir la ruta de la Seda? La cobertura predilecta estos días me temo que será azúcar glâcé, será otras las que busque cuando el día 7 vuelva la paz a los hogares y la guerra a las cabecera, me sentaré otra vez frente al televisor y le contaré a nadie que no voy a ser periodista, que mi manera de contar las vidas ajenas son frías descripciones en informes para su señoría, que las pequeñas ventanas de este blog me dan un poco de esperanza para no perder la alegría que a veces encuentro entre las letras.
Pero en fin, ahí estás tú. Una esperanza nunca compartida de que las letras no paren de escaparse, yo sentado frente al televisor jugando a que aparezcas en los cinco minutos que quedan antes de que salga a correr, en ocasiones camuflada entre formas, colores y pantallas en verde. Sucede que tus noticias me llegan antes si no te busco en este hilo unidireccional, y me río cuando oigo que te mencionan porque tengo la vanidad más estúpida. Entre tantos años sin ponerte carne y hueso me divierten los giros de acentos, el vestuario y las pinturas de guerra.
Esta noche le cambiaré a los camellos la leche por fruta escarchada, le quitaré las pilas a la radio y no abriré los periódicos en el teléfono, escribiré a ratos por si hubiera alguien que lee. Tal vez mañana sea una jornada histórica, otra más, Napoleón a estas alturas del s. XXI ya hubiera pedido una excedencia por cuidado de familiares. Y me quedaré escuchando y haciendo tiempo vestido para salir de casa con el mando en la mano a la espera de que cuentes; seguro que queda algo que merezca la pena ser contado.
Para tus 32, años después.
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