De nuestro amor que ha cambiado me quedo con el recorrido. En los bares he oído últimamente debates estériles sobre el presumible paso de década en estos días. No me importó, y si me importase sería sólo para pensar en cómo ha cambiado nuestro amor al atravesar tres décadas diferentes, de los niños que fuimos y apenas somos, de los adolescentes que nos besamos, de los jóvenes que residimos, de los adultos que nos equivocamos en tantas ocasiones.
De nuestro amor que ha cambiado (de nuestro amor, ¿qué ha cambiado?, tal vez nada más que la importancia de la gramática y la puntuación) pienso en la capacidad de materializar los escalofríos que ya han visitado múltiples espacios de mi cuerpo: al inicio fueron en el estómago, otras veces en los brazos, en el intestino las peores, en la espalda ahora que hago corpóreo un deseo nunca nombrado; si acaso no es un paso de década en el calendario al menos se viene detrás de mi frente, quizá en mis sienes ya anunciado.
De nuestro amor, que ha cambiado, disfruto las voces ajenas y las apuestas que se echaron a perder sobre su presunta precocidad, sobre su predestinación, los equipos ingleses que fichan y ceden en pretemporada, las metáforas ferroviarias y tantos discursos que oh dios si yo fuera otro echaría en cara pero que no echo en cara porque ellos son ellos, y tú y yo somos dos. Que la única moneda a la suerte en la que creo es el modo aleatorio que me está regalando el reproductor de música mientras tecleo estas frases a las que quiero dotar de significado y qué equivocado estoy, palabras vacías o brumosas, el poder de los adjetivos para disfrazar las pocas verdades que en estos tiempos pueden decirse sin llegar a las manos.
De nuestro amor que ha cambiado dejé pasar muchas oportunidades y ya no se puede esperar un anillo escondido en un postre de chocolate (enorme riesgo de obstrucción intrínseca de vías respiratorias) ni una rodilla hincada (terrible peligro de tendinitis rotuliana) ni un reloj con espectacular correa de cuero (susceptible de empaparse de líquido amniótico) ni una visita a la terraza del Empire State (altar propiciatorio de suicidas y guiris) ni un ramo de tulipanes (ofensa al cambio climático) ni una banda de mariachis aunque reconozco que eso me haría reír y reír es lo que más quiero en estos días de niebla cerrada y familias idiotas, reír es lo que quiero cuando los dos sepamos que estoy aterrado por completo con todo lo que ha cambiado nuestro amor, con que nunca estaré preparado para todo lo que va a cambiarme la vida.
De nuestro amor, que ha cambiado mucho, recuerdo cuando apenas existía o era un soplo como un fantasma. En aquel hueco de entonces me salvé por mucho menos de lo que merecía de que se me fuera la vida por la borda mientras cruzaba la frontera portuguesa en un tren. Puede ser que todos los días desde aquel enero tan frío sean un regalo. Apenas me acuerdo de vivir acorde a esto. Es pura supervivencia, no sabría hacerlo con la carga de tener que aprovechar todos y cada uno. Pero, si esta hipótesis fuera cierta, si cada día desde hace tantos años fuera un regalo, en mi defensa sólo podría decir que soy consciente de que a pesar de todo lo que ha cambiado nuestro amor, eres lo único que ha sido constante a lo largo de todos ellos.
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