Nada sabe de amor quien vuelve vivo
(Antonio Sánchez Zamarreño, Fragmentos del romano)
Las chicas que me besaron empiezan a casarse, y yo friego los cubiertos del desayuno. Afuera la ciudad se despierta, y nos somos ajenos, eligiendo uno el camino del silencio y la otra el del ruido. Queda el trasiego fuera de la ventana del salón, y de puertas adentro puedo ser yo todas las incomprensibles horas del día, asomándome a mi patio interior: el que nunca se barre, el que siempre acumula.
Son ya las mañanas de la primavera, atardecen los cambios de hora, se van a caer todas las hojas que no me han arrancado estos años de invierno. Perenne a los vaivenes, me doblo sin romperme a favor de los vientos fuertes que permutan cada día, soplando en mis oídos estruendos que no escucho; mis oídos, cerrados para todo lo que no sea la voz que pertenece a la débil voluntad. Amigos o enemigos, el rumor de las olas es el mismo, y no me desvía de la intención que me acerca paso a paso al mar desconocido, el mar que no se cansa de llamar.
Lo que no palpita no está vivo; lo que no se inflama de pasión es pura piedra, materia sobre la que se construirá una sólida iglesia que resista al paso de los tiempos vacía de fieles. De nada sirve lo eterno. Sólo adoro las heridas que sangran y duelen, las que bajan al lanceado hasta el suelo, hasta suplicar clemencia, las que enfrentan cara a cara al puro dolor. Las heridas como paradigma de lo efímero: curan de una vez o terminan pronto. Lo duradero son úlceras de tórpida evolución, una mínima evolución de un día para el siguiente, una mínima atención les es suficiente. Lo duradero es lo mínimo. La herida que palpita es efímera, pero es máxima.
Llega el cambio de estación, el cambio de luz durante los desayunos. El cambio de almohada y las lavadoras pendientes de ser tendidas. Llega el cambio que suponen los finales: lo que algunos han llamado los principios.
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