Me cruzo con dos putas y sus tacones. Se ríen al verme salir de entre los arbustos, de la escalera que cruza la ladera del barrio, siguen caminando calle abajo. Saben que yo no soy la mercancía. Sigo subiendo. El tío de la basura es el cantante de Lynyrd Skynyrd. No murió en aquel accidente de avioneta, ha seguido envejeciendo con un cigarro en la barba y un mono de trabajo reflectante, ahora lleva gafas y la gorra azul con la visera hacia atrás. En mi calle hay unas zapatillas colgando de un cable. Se pasa droga, no son neo-románticos adolescentes. En mi barrio no se ríe ni dios. La ambulancia de la Cruz Roja hace estación en la esquina todas las madrugadas para repartir metadona. Esto ya no son los ochenta, la heroína no cuelga de los árboles y hay que meterse algo. A mí me ha parado la policía unas cuantas veces. La última borracho. Querían saber a dónde iba. Me dijeron que el barrio era peligroso, que vendían droga. No te jode, gilipollas, he pasado más horas que tú aquí, en esta caverna que se asoma al río. La ley no la poneis vosotros, la ponen los romaníes. No hay más que verlos en las tardes de verano, dominando la manzana triangular sentados a la puerta de sus casas, dirigiendose entre ellos a voces, cantando por bulerías, imponiendo las normas matriarcales desde sus furgonetas familiares con cristales tintados y llantas cromadas. La princesa que yo busco no es de este mundo. Ella no tiraría los zapatos de tacón a un cable telefónico, no cruzaría por el solar y la escalera mágica para llegar antes, no soportaría verse en plena noche en la misma calle con cuatro gitanos y dos putas. El tío de la basura pasa incansablemente con su manguera. Hay quien deja el coche fuera para que se lo laven los empleados municipales, aunque esto no es la ciudad, es otra ciudad diferente, en miniatura. Aquí los de fuera pueden pasar tranquilamente por la mañana, cuando todo parece normal, pero desde las 6 de la tarde sólo los que vivimos dentro del recinto sin murallas sabemos cómo te la juegas simplemente con no mirar bien cuando cruzas la calle. Hay rincones en el barrio que aún son un pueblo. El banco debajo del almendro no es de nadie, allí no llegan las putas ni la droga, es el fin del mundo y después se acaba todo aunque no haya mar. Te puedes sentar a ver el sol de mediodía, y vendrán abuelos a hablar contigo de cuando todo esto esta empedrado, verás cómo matan a los gallos cortandole las venas de la nuca y los cuelgan orgullosos mientras se desangran en una olla, las viejas te contarán de los hijos que han visto irse, o morir, o quizá sea lo mismo. Y los nombres propios, y la piel de campo, oxidada de viento y calor, muy lejos del bronce solar que lucen en la plaza mayor, en los barrios ricos que están a años luz de esta cloaca que en verano toma vida, las cucarachas salen a las aceras y le quitan el sitio a los caniches, suena Camarón en los patios interiores para las noches de bochorno sin estrellas. Yo abro el portal y siempre, siempre doy la luz. Siempre tengo miedo cuando la puerta está entreabierta. No he visto brillar nunca una navaja de cerca, nunca me han dado el palo en esta zona. En cambio sí en la zona rica. Pero aún así tengo miedo no sé a qué, porque sí se a quién. Al camello que vive en el bajo. A su mujer que se pavonea. A los Mercedes matrícula de Cádiz, a los Renault Clio con las lunas oscuras, a las pintadas de las tapias, a las miradas de recelo que se cruzan, a los bancos de madera sin guitarras. Mi reino no es de este mundo, mi princesa tampoco. Puede que llegue lejos si salgo de esta alcantarilla que es tan negra que muchos no sabrían ni dónde tienen el agujero del culo, puede que llegue lejos si me voy, pero la verdad es que si no hubiera venido, no sabría dónde tengo el agujero del culo. Quizá, pienso mientras me duermo con la ventana abierta, quizá esas putas estaban equivocadas y yo sí soy la mercancía.
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