lunes, 20 de septiembre de 2010

La fuga

Volver significaba volver, mirase el diccionario que mirase. Todos aquellos meses bailando la danza de la lluvia, hasta que me rompí la cintura, y llovió cuando tenía que llevar muletas, de modo que mi madre no me dejó salir a mojarme a la calle. Se había terminado el tiempo de las peras verdes y piel gruesa, las horas de anuncios en la televisión pública, correr para perder el autobús, la grava en las deportivas rojas. Escuchando a Iggy Pop en el walkman las tardes eran campos en barbecho con demasiado estiércol, el portal olía igual que la entrada de las catacumbas de la Via Appia Antica, con tanta lluvia como varias ciudades que visité al norte de Hamburgo y tanto barro como la pradera de Woodstock, mi madre me seguía animando a practicar geografía sin salir de mi propio edificio. Dudaba sobre la continuidad del espacio-tiempo si yo estaba clavado en mi sillón con úlceras por presión en la nalga izquierda y todo al otro lado del cristal se había congelado. Aprendí a tocar la guitarra del modo menos ortopédico posible con cursos por fascículos que me compraba mi padre al volver de la oficina, y así también, con las revistas que traía para él, aprendí lo que significa el efecto suelo en monoplazas, el ritmo de carrera y por qué se pintan los arcenes al borde de los circuitos de dos colores. El siguiente paso fue la lectura pormenorizada de R.L. Stevenson, los manuales de robo de coches, y todas esas publicaciones subversivas con las que a los dieciseis me fui de casa siendo un experto en diferentes materias, ninguna de las cuales (salvo, quizá, el robo de coches) me podían garantizar una cierta manutención.

Pero eso no me importaba en absoluto. Limpié fruterías hasta las 12 de la noche, levanté contenedores antes de que las ciudades se despertaran, incluso llegué a llevar corbata alguna vez. A dónde vamos a llegar. Luego te conocí, y me enteré de que volver significa volver cuando desde casa me pidieron que volviera. Entonces me acordé de un tipo que conocí en un pueblo. Tenía ovejas. No siempre había tenido ovejas, antes había tenido una vida. Había recorrido de noche toda la región, bebiendo ron con cola. Luego se había ido lejos, pero un día creyó que podía mejorar donde estaban sus raíces, y compró varios miles de ovejas con las que enriquecer vendiendo leche, fabricando queso, exportando. Lo tenía planeado: cinco años para rentabilizar su inversión y otros cinco para enriquecer. Después de eso tendría 30 años y podría volver a recorrer los pueblos de noche bebiendo ron cola. Él, como yo, no contaba con la crisis, que llegó en el sexto año de su proyecto, y el segundo de mi fuga. Por eso me llamaron para volver, y temí ser como él. Muchas noches me despertaba oliendo a lana y paja húmeda, escuchando balar, pensando estar atado para siempre a una estaca. Cuándo me preguntaban por mi miedo, yo no hablaba de oscuridad, sino de aquel tipo de las ovejas que conocí.

Al final entré a trabajar en una pizzería de mi ciudad. Tú me enviaste alguna que otra carta desde Londres, Estocolmo, Helsinki. Ciudades al norte de Hamburgo. Compré un disco de Jimi Hendrix en el que quemaba su guitarra, como Woodstock. Encontré otra tú, menos tú que tú, pero aún así tú, y nos fuimos de vacaciones a Roma, por lo que nadie se extrañó que yo insistiera en visitar las catacumbas. Nadie supo que yo cerraba otro capítulo, que aún tenía fisuras en el coxis de la vez que me rompí la cadera, que bailo a veces la danza de la lluvia, que se han borrado todas las cintas, que Stevenson ardió con la guitarra, que a veces viajo a un pueblo a visitar a un tipo que quiere escapar, que alguna noche me despierto oliendo a paja y lana húmeda, que oigo balar ovejas y no puedo dormirme, al contrario que el 99'9% de este país.

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