Cuando aún no ha llegado el otoño pero ya es otoño, cuando
somos lo que el otoño ha querido de nosotros, no somos más que este embalse que
se vacía por la falta de lluvias, la pertinaz sequía que se repite en el eco
transgeneracional, las regiones que se quieren escindir, los presos políticos
que nos acusan mirando a los ojos, no querer ver los telediarios porque ya
conoces la canción, la canción que suena por la casa, la canción que aburre, la
canción que entristece, la canción que carcome la brillante capa del parquet,
la repetición indecente de que aún no ha llegado el otoño pero ya es otoño, la
repetición de que no llueve ni aunque queramos que llueva y queremos que llueva
con mucha fuerza, y lo queremos con mucha fuerza.
Es entonces cuando llueve.
Pero hasta que ha llovido hemos conocido un mundo que no
conocíamos, hemos conocido el mundo que quedó atrás hace muchas décadas, o más
bien quedó debajo, quedó sepultado en una tumba de agua, pero qué bobada, las
tumbas son de tierra, de agua son los ríos, y esto es río, por eso ahora al
mirar lo que ya no es río, al mirar el río seco, puedo pensar: una vez fue río
y río sigue siéndolo, aunque no corra, aunque no suene, aunque del río sólo
queden las piedras que sirvieron para cruzarlo. Y ahora que ya no está el río,
no sirven para nada. Y cuando vuelvan a ser sepultadas por el embalse, tampoco
servirán para nada. Sin embargo, existen, no son menos ciertas porque no
sirvan, no se deshace su esencia porque nadie las pise desde antes de que yo
naciera. Y las fuentes que manan en la ladera, la misma ladera que es orilla
cuando sube el agua, la misma ladera que es fondo cuando el agua está en lo
alto, esas fuentes no dejan de manar aunque como agua mueran en el agua, como
agua mueran bajo el agua, ahora que no hay agua representan el único agua,
suenan con su caño metálico y la piedra transversal, suenan y hacen camino
húmedo hasta el fondo del cauce seco, llenan un leve charco que es la
resistencia a desaparecer, el charco sucio y pequeño y maloliente pero
superviviente, el charco que pelea donde otros ya se han rendido.
Es entonces cuando llueve.
Esa lluvia que tanta falta hace volverá a borrar los
recuerdos de las generaciones de mi abuela. Las casas de piedra al borde de la
vega; las cortinas cultivadas sin un solo guijarro que daban la mejor cosecha
de la comarca; los tocones de los árboles que fueron desmochados para su muerte
por fascículos. La lluvia se lo ha de llevar de nuevo. Nosotros nos quedaremos
esperando la próxima oportunidad de pisar el tiempo pasado que ha sido barro y
ahora son placas resecas que crujen bajo las pisadas, polvo en el polvo, y
fango que vendrá. La sequía no es triste ni otoñal, es la ventana a los miedos
y silencios, es la puerta de los pajares derruidos y las huellas de los
animales del bosque que han bajado a beber a la orilla migrada con el riesgo de
quedar atrapados en ella pero la sed es más fuerte, es una sed que no calman el
verano ni los incendios forestales.
Es entonces cuando llueve.
Llueve y volvemos a la ciudad en los coches sucios, la
retina llena, el silencio que palpita, llueve y las hojas caen porque así lo
ordenan los jardineros y el cambio climático, llueve y se transformarán los
rincones de ese embalse vacío, con la belleza alarmante que tiene todo aquello
que pudo haber sido, y miraremos al cruzar el embalse por la nacional sobre una
gran viga oxidada de diseño futurista, miraremos al embalse pensando: “yo supe
lo que había allí debajo, yo lo vi al secarse, supe de iglesias trasladadas
piedra a piedra, supe de pasto perdido para siempre, y ahora solo sé que nadie
va a creerme, que el tiempo pasará para mó como ha pasado para ese río que fue
río y ahora es embalse, y que si alguna vez quiero volverlo a ver, debo respetar
la distancia de seguridad”.
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Es entonces cuando llueve.
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