martes, 17 de octubre de 2017

Rincones de un embalse vacío

Cuando aún no ha llegado el otoño pero ya es otoño, cuando somos lo que el otoño ha querido de nosotros, no somos más que este embalse que se vacía por la falta de lluvias, la pertinaz sequía que se repite en el eco transgeneracional, las regiones que se quieren escindir, los presos políticos que nos acusan mirando a los ojos, no querer ver los telediarios porque ya conoces la canción, la canción que suena por la casa, la canción que aburre, la canción que entristece, la canción que carcome la brillante capa del parquet, la repetición indecente de que aún no ha llegado el otoño pero ya es otoño, la repetición de que no llueve ni aunque queramos que llueva y queremos que llueva con mucha fuerza, y lo queremos con mucha fuerza.

Es entonces cuando llueve.

Pero hasta que ha llovido hemos conocido un mundo que no conocíamos, hemos conocido el mundo que quedó atrás hace muchas décadas, o más bien quedó debajo, quedó sepultado en una tumba de agua, pero qué bobada, las tumbas son de tierra, de agua son los ríos, y esto es río, por eso ahora al mirar lo que ya no es río, al mirar el río seco, puedo pensar: una vez fue río y río sigue siéndolo, aunque no corra, aunque no suene, aunque del río sólo queden las piedras que sirvieron para cruzarlo. Y ahora que ya no está el río, no sirven para nada. Y cuando vuelvan a ser sepultadas por el embalse, tampoco servirán para nada. Sin embargo, existen, no son menos ciertas porque no sirvan, no se deshace su esencia porque nadie las pise desde antes de que yo naciera. Y las fuentes que manan en la ladera, la misma ladera que es orilla cuando sube el agua, la misma ladera que es fondo cuando el agua está en lo alto, esas fuentes no dejan de manar aunque como agua mueran en el agua, como agua mueran bajo el agua, ahora que no hay agua representan el único agua, suenan con su caño metálico y la piedra transversal, suenan y hacen camino húmedo hasta el fondo del cauce seco, llenan un leve charco que es la resistencia a desaparecer, el charco sucio y pequeño y maloliente pero superviviente, el charco que pelea donde otros ya se han rendido.

Es entonces cuando llueve.

Esa lluvia que tanta falta hace volverá a borrar los recuerdos de las generaciones de mi abuela. Las casas de piedra al borde de la vega; las cortinas cultivadas sin un solo guijarro que daban la mejor cosecha de la comarca; los tocones de los árboles que fueron desmochados para su muerte por fascículos. La lluvia se lo ha de llevar de nuevo. Nosotros nos quedaremos esperando la próxima oportunidad de pisar el tiempo pasado que ha sido barro y ahora son placas resecas que crujen bajo las pisadas, polvo en el polvo, y fango que vendrá. La sequía no es triste ni otoñal, es la ventana a los miedos y silencios, es la puerta de los pajares derruidos y las huellas de los animales del bosque que han bajado a beber a la orilla migrada con el riesgo de quedar atrapados en ella pero la sed es más fuerte, es una sed que no calman el verano ni los incendios forestales.

Es entonces cuando llueve.

Llueve y volvemos a la ciudad en los coches sucios, la retina llena, el silencio que palpita, llueve y las hojas caen porque así lo ordenan los jardineros y el cambio climático, llueve y se transformarán los rincones de ese embalse vacío, con la belleza alarmante que tiene todo aquello que pudo haber sido, y miraremos al cruzar el embalse por la nacional sobre una gran viga oxidada de diseño futurista, miraremos al embalse pensando: “yo supe lo que había allí debajo, yo lo vi al secarse, supe de iglesias trasladadas piedra a piedra, supe de pasto perdido para siempre, y ahora solo sé que nadie va a creerme, que el tiempo pasará para mó como ha pasado para ese río que fue río y ahora es embalse, y que si alguna vez quiero volverlo a ver, debo respetar la distancia de seguridad”.


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Es entonces cuando llueve.

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