Viví junto a David, en su piso, los tres últimos, y mejores, años de la
carrera. Eso en otro tiempo y en otro lugar podrá extrapolarse hasta ser
sinónimo de “los mejores años de mi vida”, pero hay muchas historias que aún no
han sido contadas. Aquel tiempo era el de dos amigos de Videmala juntos en
Salamanca, no el de un médico de familia y un físico del INTA. Por eso todos
los recuerdos de aquel entonces palpitan y se iluminan con una luz muy
especial.
Las noches de esos años me alimentaba casi por completo de
las cenas en tuppers que semanalmente recogía en casa de mis padres. Sin lugar
a dudas, la cena preferida era el día que tocaba tortilla de mi madre. Cuando
planificaba la semana, solía hacer coincidir esa cena con algún día especial
para disfrutarla aún más, porque la tortilla destacaba sobre todos los sanjacobos
e insípidas ensaladas que poblaban las demás cenas.
De pequeño no me gustaba la tortilla de mi madre. Seca,
sosa, muy hecha. Grande, ancha y pastosa. Todos estos problemas se resolvieron
cuando mi madre enfocó sus esfuerzos en cocinar para mis semanas salmantinas.
En ese momento todo cambió, y de pronto comenzaron a producirse en serie
semanal unas tortillas totalmente distintas que mi fuero médico interno
denominó, y denomina, monodosis.
Las tortillas monodosis están genialmente diseñadas para su
consumo de una sola vez. Realizadas con una base de media patata grande y
apenas uno o dos huevos como argamasa, se cocinan en una sartén de unos 15 cm
de diámetro, y alcanzan un espesor medio de 2 cm. Representan la cantidad de
tortilla correspondiente a una tapa en un bar mediocre. ¿Cuál es su principal
ventaja? Que son saladas, jugosas, tiernas. Pequeñas, estrechas y espumosas. La
brillante y actualizada antítesis de aquel pasado que yo odiaba.
Sin embargo toda esta introducción quedaba totalmente a la
sombra cada vez que David abría la nevera y aparecía la tortilla de Gina. Eso
sucedía muy esporádicamente, nada que ver con la puntualidad suiza de mis
monodosis. La tortilla de Gina era un acontecimiento, y lo era para ambos. Él
la comía, y yo me deshacía al otro lado de la mesa. Era lo que los gacetilleros
actuales del profundo internet definirían como LA tortilla.
Una auténtica tortilla de bar. Ancha, gruesa, jugosa por el
centro y crujiente en la periferia. Con la patata en su punto de cocción y un
huevo bipolar: algo hecho, algo deshecho. Una tortilla de 10 puntos sobre 10,
que ocupaba muy ocasionalmente la cocina y que David, en silencio solidario
ante mi mirada suplicante, siempre me dejaba probar. La tortilla de Gina era un
referente. Mi vara de medir todas las demás tortillas del mundo. Algo que, como
bien sabemos, es tan personal como un equipo de fútbol o una madre.
Un sábado por la tarde del último año que viví allí, David
sacó del bolsillo un papel en el que había transcrito la receta de la tortilla
de Gina, con el propósito de emularla. Fue una tarde entretenida, cariñosa como
solo podían ser aquellas tardes de inocencia en la cocina. Comí aproximadamente
la mitad de aquel experimento. David fue muy crítico consigo mismo sobre el
resultado; yo he de decir que me gustó. Pero no era la original, por supuesto.
Sin rendirse por ello, David mejoró su técnica y comenzó a emanciparse en el
mundo de las tortillas; yo jamás lo he intentado.
A día de hoy, casi todas las semanas una tortilla monodosis
sigue marcando un día señalado. Esta noche cenaré una. Pero ya no habrá más tortilla de Gina. Con ella
se queda atrás una parte importante de
nuestra adolescencia, la inexcusable marca de que ya no somos los que
éramos. De que aquellos años se fueron. Es una señal tan buena como triste.
Nostálgica, bella. El recuerdo de los que nos han querido y acompañado; la
soledad de tener que elegir nuestro camino ahora. Es el sabor de una tortilla
que nunca olvidaremos, pero con la certeza de que sólo nos alimentarán aquellas
que cocinemos.
-->
***Para Gina: gracias por abrirme la puerta tantas tardes de
verano.
3 comentarios:
Vaya, la de recuerdos que me ha removido este texto. Yo iba a casas una vez al mes así que imagínate la bolsa de tuppers.... Nunca faltaban las croquetas de mi abuela ( croquetas que han quedado segundas en un concurso de Soria)
El último párrafo touché!!
Saludos (después de tanto tiempo)
En mi casa, el referente es la tortilla de mi abuelo. La Portilla de tatatas. Lo del sentido del humor de momento, no nos lo hemos hecho mirar. Y buf! Volver al blog
Chaval, a veces temo que si no nos hubiéramos sentado juntos en aquel primer día no nos hubiéramos conocido y mi vida en Salamanca habría sido triste.
Pero leo cosas como esta y me doy cuenta de que derrochas genialidad como hay gente que tiene incontinencia fecal y que habría olido tu genialidad desde el otro lado de la clase como heces blandas y pastosas.
No se me dan bien los símiles.
Sería un periodista deportivo terrible.
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