"Con dinero y sin dinero
hago siempre lo que quiero
y mi palabra es la ley"
José Alfredo Jiménez
Elvis está a punto de meterse la vigésima raya de la noche y al otro lado del charco amanece sobre la Zarzuela. Los grises apalean estudiantes del PCE por las calles después de cuatro carajillos. Elvis siente una perturbación en la Fuerza. Sabe que los procesos constituyentes ya no requieren guillotinas y se queda parado delante de la mesa, cara a cara con la tarjeta de crédito. We can't go on toghether, we're suspicious minds. Los shows en Las Vegas le han enseñado el poder del silencio. Cierra los ojos y abre las puertas de la Percepción que cruzó hace horas. Nada tendrá sentido, dice El Rey, nada tiene sentido ya, y apenas puedo imaginar cómo será esto dentro de un tiempo. Quizá se crucen mensajes instantáneos sin mediar palabra. Quizá ya no sean necesarios los Tuppers de tu madre. Quizá puedas saber en una fracción de segundo cómo ha quedado tu cara en una foto. Quizá tu voz desafine en el mismo instante desde Tokyo a Guinea Bissau. We're caught in a trap, i can't walk out. El Rey intuye de pronto, por primera vez en su azarosa existencia que ya no habrá un tiempo para él porque el tiempo será de todos y para todos. Entonces vuelve a abrir los ojos y oye a Jose Alfredo. Se imagina las piedras de un camino colocadas en una sucesión de Fibonacci. Es capaz de palpar la arena del desierto que supone que está pisando por vez primera: una vasta e incógnita extensión de terreno que se llama incertidumbre. Es todo aquello que va más allá de lo que siempre has conocido. De los pasillos enmoquetados por los que te criaste jugando. De la separación de tus seres queridos. De tu alienación, necesaria para ser el que ordena y manda. De la pistola que se disparó accidentalmente. De las mujeres que fueron y vinieron además de la que siempre estuvo. De la cazadora de cuero negro y el incógnito en las autopistas. De los flashes en las grandes ocasiones. De la cámara, siempre de cara. De las noches sin dormir salvando el Mundo desde un pedestal inalcanzable para el resto de los mortales, que no nacieron siendo El Rey. How many roads must a man walk down before you can call him a man. Elvis tiene el vello de punta. Siente que la conexión mística empieza a desvanecerse, lenta pero inexorablemente. Es consciente de que quedan horas, tal vez minutos. La voz quebrada, las ganas de decir adiós con una canción. Encima de un escenario o en la televisión, sus hábitats naturales. Y sus miríadas de súbditos, ¿a dónde irán? ¿Qué estrella les guiará ahora en la oscuridad? ¿Con qué sol se cegarán? Los titulares de los periódicos con la tinta aún mojada y las hojas calientes escupidas desde la rotativa. Los chicos del reparto tocándose la visera en gestos de asombro. Habrá portadas de coleccionista y ediciones vespertinas. Los tertulianos almorzarán breves sándwiches y no el menú del día. Y entonces la confirmación de que saldrá el sol cuando él ya no esté, pues empieza a vislumbrarse claridad por el Este de Memphis. El Rey sabe que la vida va a seguir sin él, y se esnifa el último fragmento de la pared en la que escribió todos los mensajes de amor y odio, ahora triturados. En alguna plaza de un país lejano suenan acordes de trompeta. Suena gente que ya no tiene miedo. Gente que siempre fue efímera y consciente de que su tiempo está contado, personas que saben que no tienen más remedio que pasar y ser olvidados, pero que querrían tener derecho a poder ser, durante un instante de sus existencias, un rayo de sol que deslumbrase y luego, de pronto, se apagase. Elvis cae desplomado al suelo y, en La Zarzuela, Juan Carlos se despierta en el centro de una pesadilla, con el pijama de seda completamente empapado en sudor. Algo dentro de él se ha roto al saber en sueños que un día, él se irá, y la vida no tendrá más remedio que seguir adelante. Entonces Sofía pasa por el pasillo cantando, distraída, que no tiene ni patria ni Reina y Juan Carlos, saca una libreta del cajón y empieza a preparar en este Agosto de 1977 unas líneas para los españoles.
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