En la cima de la montaña atardece más despacio mientras me tocas y los cristales se van empañando para regalarnos la intimidad. En la cima de la montaña sigue siendo febrero pero apostaría a que ya es septiembre entre tus piernas. Alrededor las nubes son del mismo color que pintan las calles en los pueblos con mar, si bien todo el mar que se alcanza a ver desde aquí arriba es de tierra ondulada. Las guirnaldas de pueblos y ciudades en cientos de kilómetros a la redonda se encienden en una nada calculada sinfonía. El silencio se rompe con tu risa y tus respiración acelerada mientras nos asomamos al borde del precipicio y pensamos qué tiempo hará allá abajo, cómo se hincharán las telas del parapente y qué sienten los pájaros al desplegar sus alas mientras nosotros, pedestres, nos atamos con miedo al suelo y tus tacones se hunden un poco en el barro.
Preside la escena una monstruosa antena, cargada de repetidores de telefonía, radio y televisión. Los niños nos odiarán si la hacemos volar por los aires, porque terminarán todas sus series de dibujos animados al instante, en un fundido a gris eterno. Los amantes querrán nuestras cabezas, viendo interrumpidas sus comunicaciones y eternas efímeras declaraciones vía whatsapp. Los abuelos, suficientemente vilipendiados por el Gobierno Central, le achacarán a él y no a nosotros el silencio abismal que se extenderá a través de sus transistores si derribamos esta antena.
Pero tú y yo no somos terroristas al uso, y para delinquir ni siquiera tenemos una sábana blanca para colgar de la estructura metálica y que nuestro amor y nuestros nombres ondeen al viento y sean insultantemente visibles desde decenas de cercanos municipios, ahora que ya pasó el santo y su celebración y las tiendas han retirado todos los corazones de cartulina roja, reservándolos para futuros congresos de cardiología. Entonces las parejas que paseen se golpearán con el codo o ni siquiera eso: se cobijarán en una lamentable indiferencia, no mirarán hacia arriba para no ver en la cima de la montaña lo diferentes que podemos llegar a ser. No, no. Nuestro delito será más sutil, mucho menos espectacular. Lo haremos en tu rellano, ocultos, mientras abajo los vecinos toman el ascensor hacia plantas irracionales como el primero o el segundo. Usarás colonia de otros hombres para que yo sepa bien a qué me pueden llevar los celos. Borrachos asaltaremos parques públicos respetando el mobiliario, sólo para demostrarle a la incompetente autoridad cuánto de peligrosos podemos llegar a ser. Vamos a pasear por la ciudad, a destiempo, sin darnos la mano para que nuestra distancia expulse las miradas ajenas, llenas de barro y reproches.
En la cima de la montaña ya es de noche. Alguien sube por la única carretera que da acceso al breve espacio de la cumbre, ya es la hora de marcharnos y ceder nuestro lugar en lo más alto. El ventilador del coche desempaña la luna con un zumbido que aleja tu mano de mi pierna. Los tacones manchados se desangran sobre la alfombrilla. No hay luna que cruce el cristal, sólo podré fiarme del tacto de tu pecho para saber en qué posición estoy de cara al mundo antes de bajar de la cima de la montaña donde todo es frío, todo es silencio, todo está lejano pero bello, bello de esa forma que hace bellos los copos de nieve que uno acoge sobre la palma de la mano: helados, momentáneos, dignos de ser admirados antes de que cambien de forma de una vez y para siempre.
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