La noche que yo quiero contigo no conoce de estrellas más que la tremenda explosión de helio y sirope, la antimateria alrededor del agujero negro. Llevas la bomba atómica en las entrañas, no de hormigón ni de agua hirviente, sino del breve hilo con el que nos tejes porque yo no sé coser y ya me habría perdido a pesar del brillo de mi pijama, ya me habría perdido, minotáurico, sin el cable de hierro que me echas a la mano y en ocasiones al cuello. La noche que yo quiero contigo revienta en mil colores sin violencia, revienta en silencio y a puro grito, para que nadie salga volando de este bosque, para que el nórdico que nos cubre (testigo de un círculo y de un tiempo polares) cubra también el presente pero no el pasado ni el futuro. El pasado fue central nuclear, cuadriculado e inaccesible protegiendo el núcleo donde, inestables habitan las partículas elementales en las que nada sucede sin control, mientras las olas rompen contra la pared los días de tormenta y sopla la brisa calmada cuando hace sol. El futuro será electrón, de carga negativa e infinitesimal. El presente es un bosón, impredecible, que dota de masa a todos los cuerpos con los que contacta. Así, son posibles nuestros abrazos y no son sólo de aire, así es posible que me esquives los besos y las manos y no sólo gires en órbitas elípticas en el vacío.
La noche que yo quiero contigo no se parece en nada a todas las anteriores y a la vez es angustiosamente similar, porque es fría y carente de verano intrínseco, es de un invierno sublime de esos que invitan a una reacción en cadena, de esos que no aceptan la fusión fría y necesitan que se libere toda la energía, que la entropía nos deje derribados por los rincones de la habitación, que se hagan visibles los corpúsculos y choquen, indómitos de la ciencia, siempre súbditos del quizás pero no de la certeza, certeza que nos repele como si compartiésemos carga y nos lanza hacia el infinito, hacia otros núcleos diferentes, isótopos, representando el elemento que podríamos ser, similares, pero almacenados en extremos lejanos de la tabla, y siempre esperando algo imposible: que un protón salte de hacia un orbital superior y, deshaciendo la calma preestablecida, barramos a millones de grados los edificios del centro de la ciudad y esta colina desprotegida, se despierte el huracán nuclear y aunque al apagar la hoguera sólo quede ruinas, en las retinas de quien mirase se grabe a fuego el brillo inalcanzable que conseguiremos.
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