viernes, 3 de diciembre de 2010

Pasillos

Para A., D. y S.


A veces me siento en los pasillos del Hospital. Hay que creer en ciertos seres humanos en estos tiempos que pasan, canturreo. No le cedo mi asiento a los viejecitos, los veo deambular y me imagino sus destinos, sus consultas y sus volantes. Me imagino un laberinto burocrático que desemboca en un hilo de Ariadna con forma de catéter epidural y marcas radiológicas.

No me habría importado demasiado tener una raja más o menos en el culo, pensaba mientras me metían un enema opaco de papilla baritada, blanca como la leche, blanca como el semen de las clínicas de fertilidad, blanca como el tippex que tapa los errores escritos. No me importaba, las cosas podrían haber salido al derecho o al revés y lo único que se puede hacer cuando en el culo tienes un solo agujero es untar bien de vaselina cada uno de los objetos animados o inanimados que corresponda introducir.

La máquina de rayos producía ruidos robóticos parecidos a los que habría podido usar Kubrick en 2001, yo pensaba en cada una de mis células bombardeada con electrones, que en mi mente adquirían consistencia y forma coloreada, una lluvia versicolor de chispas sobre mi barriga, cuya reacción esperabamos todos con ansia, o con temor. Quizá a la mañana siguiente tuviese superpoderes, o quizá simplemente llevara 0,5 milisieverts más y una placa con seis fotos encima. Eso nos parecía a todos lo más probable, aunque no se lo pregunté al colega por miedo a una respuesta cortante o a más tubos por el culo; que no me importasen más rajas no significaba que me gustaran.

A veces me siento en los pasillos del Hospital. La gente camina, todo fluye. Los viejos, a la muerte. Las estudiantes de enfermería, al matadero. Las limpiadoras, a los cuartos de la limpieza. Los residentes, también. Todo fluye, con una clase de justicia que se nos escapa: tenemos un chicle pegado en la suela por cada otro que hayamos escupido a la acera. Las camas del hospital son un intrincado juego de encaje y nunca faltan piezas en este dominó. Me siento en los pasillos a esperar nada, a mirar las caras de la gente que camina, a imaginarme sus afecciones más íntimas y también las superficiales, a entrenar mi ojo clínico.

La enfermera de los ojos marrones me está mirando. No es una imaginación mía. Cuando tienes una sonda en el culo y midazolam en vena, no te imaginas cosas. Al menos, no esas cosas. Te imaginas que no tienes nada ahí, te imaginas en un playa de Hawaii con alimentación y daiquiris parenterales. La enfermera de los ojos marrones me está mirando, me mira a los ojos, espera desde detrás de su cristal que yo le devuelva la mirada, pero yo cierro los ojos un poco dolorido. Diez minutos después me posa la mano suave pero firme en la cintura mientras saca la sonda globo. Me insufla aire con algo de violencia para un segundo contraste. En aquel momento creí entender de forma sutil que la violencia era accesoria para el segundo contraste, de modo que me pareció justo devolverle la mirada cuando volvió a refugiarse detrás del cristal. Ella sonrió, y la segunda vez me sacó la sonda más suavemente, y su mano en la cintura fue más firme.

Los hospitales son hormigueros, son esas columnas enormes de arenisca donde las termitas pasan el verano, con la diferencia de que nadie quiere pasar un verano en el hospital. Pero todos somos hormigas y termitas, somos susceptibles de ser eliminados por una buena pandemia, por un pesticida nefrotóxico, somos débiles y somos dependientes. Caminamos por los pasillos blancos del hospital vestidos de blanco y verde con aparejos al cuello y al bolsillo con un aire diferente al resto del mundo, sin saber que el aire diferente está fuera, que dentro somos sólo dos caras de una moneda. Y el sentido en el que gire la moneda no depende de nosotros.

A veces me siento en los bancos de madera, sin bata, junto a esos viejecitos cuya máxima aspiración en la mañana es entregar el volante que rellenó su paciente médico de cabecera en el ambulatorio de barrio donde purga sus pecados o se gana el cielo. No hace falta ir a Angola para ser misionero, concluí mientras dos monjas de clausura con permiso especial del obispo recorrían el pasillo hacia las consultas de marcapasos de Cardiología, donde el doctor descubriría con sorpresa que una de ellas llevaba implantado uno cuyo fabricante había sido denunciado por fraude.

En el hospital hace calor, sea cual sea la época del año. Pero era verano. Nadie quiere pasar un verano en el hospital, de modo que intenté girarme para ver más de cerca a la enfermera de los ojos marrones, la que me había metido y sacado una sonda untada de vaselina por el culo para llenarme el colon de papilla de bario. Cuando yo cuento esta historia, la mayoría de mis colegas afirman que todo fue producto del midazolam.

Yo intento explicar que el midazolam fue sólo un medio hacia el fin en sí mismo en que convirtió ella. Robaría su hoja de servicios para aprenderme su DNI y sus turnos, le pediría a su supervisora que me hablara durante un par de horas de cómo pasaba las camas, cambiaba las vendas, hacía las curas, de cómo encontraba una vía y mezclaba medicaciones. Me pondría malo de nuevo, me dejaría sondar diez veces.

El calor y los analgésicos opiáceos son enemigos acérrimos desde que el mundo es mundo y la morfina facilita la vida paralela. Los analgésicos opiáceos pueden ser antidiarreicos. Los analgésicos opiáceos pueden causar estreñimiento. Un estreñimiento no explicado puede ser indicación de un enema opaco. Un enema opaco el martes que viene en el turno de mañana puede ser para la enfermera de los ojos marrones. El calor, y el midazolam en general, pueden llevar a pensamientos deliroides como esos. Pero aquel verano, en aquella ciudad y aquel hospital nunca me parecieron tan deliroides.

Uno, desde fuera de esas estructuras rectangulares con aspiraciones elevadas, nunca podría imaginar cómo laten los cuerpos y las máquinas allí dentro. Nunca podría adivinar la extraña sincronía que sucede en ocasiones, y cómo tiembla todo cuando se entra en resonancia, el emocionante peligro de explosión, igual que los soldados rompen el paso al cruzar un puente para que éste no se venga abajo. En mi mente la enfermera y yo latíamos al unísono, nuestro nodo sinoauricular se despolarizaba en el preciso instante en que daban las 12, y yo torcía el gesto notando la sonda, pero me obligaba a sonreír para impresionarla. En mi mente todo era bello, en mi recto todo lo era menos.

A veces me siento en las escaleras de servicio del Hospital y deseo poder fumar, deseo que atardezca y que alguien me saque una foto, para firmarla y entregarsela a ella. El verano nos vuelve deliroides. No me importaría tener una raja más o menos en el culo. Sus ojos marrones y un poco de midazolam. Daiquiris parenterales, noches de guardia y cigarros que nunca vamos a fumar. La radio suena con canciones de Mecano, y eso me hace volar todavía un poco más, eso refuerza la impresionante sensación de irrealidad, y yo rezo por los anestésicos que nunca vamos a tener en vena, por las desconexiones, las máquinas respiratorias, los besos de una enfermera de ojos marrones y los viejos que a base de volantes, visitas a consulta y marcapasos habrán de sobrevivirnos y cobrar nuestras pensiones.

3 comentarios:

Der Wanderer dijo...

Pensando en enfermeras cachondas mientras estudias?

jaio dijo...

¿Cúando he dejado de hacerlo?

Cuerpos a la deriva dijo...

Cómo me recuerda Loquillo a cierto bar de Salamanca!!

Igualmente, y vuelve del puente con muchos textos.

Un beso.