"A otros ha salvado; que se salve a sí mismo
si es el Mesías, el Elegido"
(Lc 23, 35)
No es posible salvar a un hombre. Pero no es posible dejarte llevar por la vida, arrastrarte inerte por la corriente y quedarte atrapado en un junco. 200 julios de corriente bifásica y 300mg de amiodarona pueden devolver a un hombre a su sofá y al periódico que compra en la esquina los domingos por la mañana. No eres una mano ejecutoria ni decisiva, eres meramente un instrumento en su tránsito por esta tierra. Tan decisivo como la hamburguesa que eligió hace un mes o como el semáforo en rojo que se saltará dentro de dos semanas. No eres su demiurgo, no eres tan siquiera el guionista que determina su papel. No estarás allí cuando se resbale en la ducha o se atragante con una espina de bacalao en sus próximas vacaciones. Tus manos, que se antojan todopoderosas, pelarán una mandarina esta noche, o estarán ásperas mientras te haces una paja. Su corazón pudo detenerse mientras se follaba por detrás a su mujer, o con una raya de cocaína que nunca sabrás que se metió. Tus manos firmarán el recibo de la cofradía del barrio, la electricidad volverá a recargar tu móvil para que escribas una vez más "Te quiero". No es posible salvar a un hombre, no creas nada cuando te digan "has salvado una vida" porque sólo es vanidad. Las vidas no se salvan ni se condenan; se cruzan y allí nace la luz de los momentos, los fuegos que brillan y unos alumbran el cielo mientras que otros no alcanzan siquiera a calentar la habitación. Quizá en alguno de esos cruces has llenado de luz una mañana, y ese será el mayor premio para tu corazón, para tus manos, para tu pecho. Lucha por brillar, por mantener alimentado ese fuego. Pero no luches por salvar a los hombres porque los hombres no quieren que les salve nadie que no sean ellos mismos.
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