Un trozo de paño nos produce placer
y un grano de arena nos da dolor.
(Rafael Arnáiz)
Me lo trajeron del Líbano. Olía a zoco, olía a especias árabes y a historias que en aquel entonces me parecían de las Mil y Una Noches. Con 14 años mi madre me echó una increíble bronca por sacarlo de casa, por ponermelo. Te van a partir la cara cualquier día, me decía. Me lo ponía con más miedo que vergüenza. Era diferente, era especial. Era mi protesta adolescente. ¿Contra qué? Ni idea. Contra algún sistema, supongo. Luego vinieron los tiempos en que Bershka y Mango comercializaron productos parecidos, y entonces ya sí que a nadie nunca pareció importarle una mierda.
Después vino la Universidad. Pez en océano, qué más da. Yo llevé siempre mi palestino. Con traje o con cazadora vaquera. No era una forma de romper con ningún estilo. Me abrigaba, me sentía cómodo, era casi una parte de mi. Mil y una noches de nuevo, pero de otro estilo diferente a las de Oriente. Ahora estará en el cuello de alguien por ahí, que espero que lo conserve, que lo trate bien. Alguien para el que represente algo de aquí a otros ocho años. Que viaje con él, como hice yo.
Viajó conmigo a París, Londres, Lisboa, Oporto, Estambul, Praga, Viena, Budapest. A Madrid, Jerez, a Galicia, a Ponferrada, a Barcelona. Lo veo en muchas de mis fotos. Y ahora sucede que lo echo de menos, sucede que es una estupidez pero no quiero sustituirlo por ningún otro si no viene del Líbano, si no es blanco y negro con ese mismo bordado.
Qué cosas más extrañas estas del cariño, puedes llegar a echar de menos un trozo de tela.
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