jueves, 4 de junio de 2020

Lo de antes

Vendrán más años tristes
y nos harán más fríos
y nos harán más secos
y nos harán más torvos
(Rafael Sánchez Ferlosio)

Han caído los años como días en esta cuarentena. Han caído con el estrépito de las bateas metálicas en las que se deposita los tubos que transportan la sangre recién nacida de la vena. Cada hoja ha tenido más de dos caras, tantas como días duró el enfado y la tristeza, y minutos la alegría. Entre las nuevas palabras no se escondía nada más que lo de antes, y por supuesto nada mejor se escondió. Hubo, no he de negarlo, instantes felices. Fueron tragaluces de un cielo enmarcado por la escayola de las molduras. Nos hicieron expertos conocedores del pasillo y de los rincones de la casa en los que nunca me había sentado. El antepecho de todas las puertas que dan al balcón y la nostalgia de una terraza inexistente. 

Cuando se retiró la máscara de lo nuevo no quedó más que lo de antes. Solo que ahora es deforme, feo, grotesco, una caricatura de todo lo que pudimos haber sido en estos meses. La promesa de una segunda primavera, las conversaciones se convirtieron en números binarios y les dije a mis padres que les quería desde una pantalla. No he echado de menos los abrazos y los aplausos no me han consolado. En cambio he echado de menos poder abrazar con la sencillez y la satisfacción con que solía. Que lo único que convirtiese al gesto en particular fuera la forma de cada persona rodeada, con un tacto y un olor identificativos, invidualizantes, propios y recordados al instante, olvidados hasta el siguiente. Corrieron las páginas por el sofá, los clásicos ofrecieron una visión descarnada y en los atriles nadie levantó la voz con la fuerza suficiente para adherirme a sus proclamas. O tal vez con la voz demasiado alta. 

Ahora en el laberinto de fases vuelve a salir el sol, se ofrecen unas vacaciones escolares fuera de mes y con quince años de retraso sobre la misma bicicleta de entonces. Sólo me sigue gustando una de las chicas de aquel verano, y eso siempre ha sido un problema. Las tardes han conseguido broncear la tristeza, pero al rascar la tristeza seguía ahí. Esta tristeza que  sale al atravesar la autovía se confunde con la nostalgia de los días que conduje con miedo al control policial y emoción por vivir lo nunca visto, unos sentimientos burdos y vaporosos, que han ido y vuelto según pasaban las prórrogas del estado de alarma sin que nadie lanzase un penalti a las nubes para que pudiéramos gritar de rabia o abrazarnos borrachos, las cervezas virtuales me duran menos que una paja y las pajas me duran menos que los aplausos de las ocho, y los aplausos de las ocho me suenan como si un autómata los hubiera hecho por mí, y el autómata aprendió yoga y su cintura se dobló, y no pude escribir ni una sola frase durante estos meses porque mi cabeza no dejó de emitir frases circunferenciales, o tal vez espirales, saltando en este muelle sin encontrar las rutinas nadie me engañará porque yo creo en las proclamas de Sánchez Ferlosio y no en las del Ministerio del Interior, y ahora que puedo volver a correr por el borde del río y llueve no como metáfora ni en el cristal sino sobre mí, pienso  empapado en el cariz de todos los adjetivos que le puedo aplicar a lo nuevo, pienso que no me gustan, y pienso  que por pedir algo no pediría otra cosa más que me devolvieran lo de antes. 

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