sábado, 23 de noviembre de 2013

Dónde estabas cuando mataron a Kennedy

Yo ya estaba muerto cuando mataron a JFK. El día que mataron a Kennedy cayeron las Torres Gemelas. El día que mataron a Kennedy levantaron el Muro de Berlín. El día que mataron a Kennedy reventaron desde dentro el mundo que íbamos a construir, sin saberlo, con nuestras propias manos, el mundo que teníamos guardado en una caja de cartón, brillante, colorido, el juguete de Navidad que disfrutaríamos en la segunda mitad del s.XX.

¿Dónde estabas cuando mataron a JFK? Los periódicos hechos bolas de papel rellenando zapatos mojados. Los titulares en blanco y negro de televisiones positrónicas, las fotografías borrosas y granuladas, los 486 frames de la película Zapruder. El 313 recortado como un póster del infierno, la sangre en el vestido de Jackie. Todos los Cadillac descapotables desde entonces nos llevan a un hospital y ya no son para saludar a la multitud en días soleados.

Nadie supo de besos el día que mataron a Kennedy. Tú y yo no nos habríamos besado; nos habríamos quedado congelados viendo pasar la cabalgata con las manos ateridas, las tuyas y las mías apretadas en un agónico estertor con el único propósito de aferrarnos a los sueños. Un abrazo para evitar que se le fuera la vida a aquel hombre que nos pidió simplemente que le dejaramos empezar.

Nadie supo de discursos aquella mañana soleada de noviembre. Pero Kennedy nos llevó a la Luna después de muerto, aunque los escenarios fueran de papel cartón y las lentes de la NASA las diseñase Kubrick. Kennedy evitó que las cabezas nucleares saliesen a volar como cometas al viento. JFK no fue Jesucristo porque su muerte no evitó la nuestra, y sin embargo sus palabras flotan aún por la cocina de casa y en cada grito sordo que hacemos desde el sofá viendo las noticias: qué puedes hacer tú por tu país.

¿Dónde estabas el día que mataron a un solo hombre? No te fuiste en vano, JFK, porque tenemos aún tu libertad, tenemos tu sonrisa y los restos desmadejados de tu Camelot. De vez en cuando miramos atrás, subidos a tus hombros y vemos el horizonte de la Tierra Prometida cabalgando por la Ruta 66. De vez en cuando paseamos por las aceras de Dallas sin miedo a que Oswald y la CIA, los enemigos de la felicidad, los máximos exponentes del miedo, de la noche oscura del alma, los guardianes del horror, los que huyen del foco de luz, nos ataquen por la espalda. Cobardes, salvajes, terroristas.

Yo creo en ti, JFK, aunque te hayas ido. Aunque contigo muriesen la música y las tardes soleadas de los 60, quisiste que los cohetes nos llevasen a las Estrellas en lugar de destruirnos y yo por eso te digo desde aquí, 50 años después de que murieses, que no estás muerto, porque yo no lo estoy. Todos los días son el día que te asesinaron. Todos los días alguien te dispara por la espalda, porque siguen cayendo inocentes en crímenes sin solución. Y todos los días sobrevives porque seguimos luchando por tus ideas, tus palabras.

No estás muerto, JFK, no te marchaste en Dallas. Te tenemos en la voz al hablar de la Libertad. Al luchar por cada sueño de la Humanidad. Al dar cada pequeño paso que nos une a un hermano, al empujar a nuestro país con cada gesto, al levantarnos del sofá, despacio, sintiendo que está en nosotros la fuera. Que sólo hay que empezar, y que más por destino que por elección, somos los Guardianes de esta generación y el Mundo está esperando, como lo estás tú desde alguna parte, a ver nuestro triunfo final.

Yo no estaba en ninguna parte el día que mataron a Kennedy, porque Kennedy sigue vivo, como todos los inocentes que han muerto defendiendo la Libertad.